¿Los tiempos se repiten?, 1ra. Parte

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Existen espacios históricos en algunos pueblos, que lejos de diferenciarse en eventos religiosos o civiles -algo que parecería lógico por el factor evolución- por el contrario se presentan similares y en determinados aspectos denota una involución o retroceso. Con la presente colaboración se pretende repasar y comparar dos períodos muy distantes de nuestra historia como pueblo; uno de los inicios del primer milenio de la presente era, y otro en el inicio de su segundo milenio, del cual somos testigos. Al parecer el pueblo judío no escapa a este fenómeno de repetición de circunstancias, no importando -en la mayoría de los casos- los distintos entornos geográficos que se tengan; para encontrar esa similitud, hagamos algo de ¡historia:

La tierra de Israel en aquel entonces (año 1 e.c.) ya había sido invadida por babilonios, persas, griegos, egipcios y romanos, estos últimos que permanecían en ella desde hacía varias décadas. Por su parte el pueblo judío había sufrido varias dispersiones en los años 722 y 759 a.c. Muchos quedaron en Israel, pero también otros se establecieron en ciudades como Alejandría, Damasco, Antioquia, Nínive, Babilonia y muchas otras más del mundo antiguo que incluso con el tiempo han cambiado de nombre.

Pero volviendo al mundo y época dominante de Roma, la historia marca muchos levantamientos de judíos contra esa imposición, princi­palmente entre el 66 y 135 e.c. iniciando con la revuelta de los Celotes, reprimidos por Trajano que causó la destrucción del Segundo Templo y terminó con ellos en su último reducto «Masada»; finalizando estas revueltas con la de Bar Kojba; en este caso reprimida por Adriano, que causó la mayor dispersión en la historia del pueblo judío y el cambio de nombre de la región por la de Siria Palestina.


La imposición romana que más molestaba a los judíos -independiente de los altos tributos- fue la pérdida de sus libertades civiles y de práctica de sus creencias; el ejemplo de autodeterminación, de lo que hoy podemos nombrar como nación, con sus propias leyes y autoridades, seguía latente en los recuerdos de aquellos reinos que los habían transformado y engrandecido, aquellos legendarios monarcas como en la Edad de oro de los reyes de Israel David y Salomón (1000-925 a.c.) que pudieron unir a las doce tribus de Israel y hacer florecer una tierra prometida cuya gran fama y peculiares leyendas, trascendieron hasta los más lejanos confines del mundo antiguo.

Los aspectos de creencias y rituales, aunque ya no era la misma religión practicada por Abraham, Moisés o Aarón, principios y prácticas religiosas muchas veces propagadas por el miedo, como consta en los pasajes de la Biblia que describen la salida de Egipto y el largo peregrinar por el desierto, ahora esos aglutinantes éticos y morales, estaban en manos de los sacerdotes (Kohanim), de los profetas (Neviim) y de lo que había quedado de la nobleza real. Para todos estos dirigentes que vivían en la tierra de sus antiguas glorias y antepasados, la prioridad ante la ocupación imperial romana, era buscar a toda costa la sobrevivencia del judaísmo. Pero a diferencia de su pasado religioso y nacional, las leyes y preceptos no eran inmutables, sino más bien discutibles y adaptables a las nuevas condiciones en que se vivía.

En aquellos tiempos el Talmud todavía no se elaboraba (se logró entre los siglos III y V e.c.), por lo que la ley oral se continuaba transmitiendo entre generaciones hasta los primeros tres siglos de la era común en que surgió la Mishná; no obstante, aunque el pueblo había encontrado nuevas formas de ver la vida y toleraban otras creencias sin mezclarse con ellas, permanecían fieles a los principios básicos, sobre todo al monoteísmo que se había arraigado sin discusión en la diversidad de variantes religiosas que habían surgido entre ellos mismos. Jerusalem era un centro intelectual que unía a los judíos, pero que también los dividía en un amplio abanico de tonos y semitonos de líderes y seguidores de la ley mosaica; en esos días ya se discutía la idea que sobre el mesianismo tenía Filón de Alejandría (40 a.e.c.- 40 d.e.c.), quien proclamaba que la fe en una futura paz eterna, constituía uno de los atributos principales de la superioridad del monoteísmo sobre el politeísmo. El mesías que teorizaba Filón era un conductor, un santo, un profeta, un sacerdote y, cuanto más, un gobernante pacífico antes que un héroe conquistador.

Como se marcó, en las interpretaciones y no en lo fundamental que señalaba el Antiguo Testamento y su tradición oral, el pueblo de Israel estaba a la sazón dividido, encontrándose facciones con distinta nominación como los Samaritanos, Fariseos, Saduceos y Esenios.

Los primeros -Samaritanos- eran los descendientes del reino septentrional de Israel; determinaban que el lugar sagrado del judaísmo era Garzim y no Jerusalem, lo que llevó a considerar a los sacerdotes del Templo, que ellos eran adoradores de Baal. Por ese juicio y desde entonces, a los Samaritanos ya no se les consideró como creyentes fieles a las leyes de Moisés entregadas en el Sinaí.

No obstante esta primera división y enfrentamiento de criterios, que en mucho perjudicaron la fuerza que pudo tener un judaísmo dependiente de los conquista­dores, surgieron otras tres divisiones o partidos, que aunque no fueron rechazados plenamente como la corriente samaritana, hicieron cada día más endémica la cohesión otrora existente.

Los fariseos eran los continuadores de los piadosos (Hasidim), aquellos que se mantuvieron unidos en torno a las leyes primarias, para que no desaparecieran en medio de otras culturas. El origen de su nombre viene del arameo (perishay) extensión de la palabra santos y habían sobrevivido al exilio; eran los que mantenían el lazo con las comunidades judías diaspóricas, enviándoles líderes religiosos que establecían normas y rituales por toda la cuenca del Mediterráneo y Medio Oriente. Ellos serían con el tiempo, los fundadores de las dos grandes academias talmúdicas, la de Sura y Pumbedita.

El grupo más combativo surgió de los Fariseos, que se denominaron Celóles. Ellos afirmaban que todo judío, aisla­damente o, como pueblo en conjunto, debía conducirse de acuerdo a los mandamientos de la religión. Por otro lado sus discusiones y acuerdos, crearon algunos dogmas que la Biblia no explica con claridad; como ejemplo: la creencia de que Dios recompensa a cada cual después de la muerte, según sus merecimientos, puesto que el alma humana no muere junto con el cuerpo, sino que sigue viviendo en otro mundo. No obstante las drásticas actitudes de este grupo respecto a las antiguas creencias, este ejemplo se inspiró de los filósofos griegos como Platón.

Así como este dogma, crearon otros que sería largo enumerar. Lo que prioritariamente hay que señalar fue la producción de sacerdotes que realmente se comprometían a ser modelos de las comunidades a donde se dirigían. Cuando alguno predicaba y no cumplía, se le catalogaba como hipócrita, de corazón malévolo, y de inmediato era separado de la comunidad.

Producto de este grupo o partido religioso, con el tiempo destacaron personajes como Hilel y Shamai. El mérito del primero es el haber ligado a las leyes escritas de la Biblia, las tradiciones verbales que se habían acumulado en el judaísmo. El consideraba la religión como el medio para la perfección moral del hombre y llegó a anteponer las obligaciones del hombre con su prójimo, a las del hombre con relación a Dios. De él se conservan conceptos -hoy muchos de carácter universal- como: «lo que no quieras para ti, no lo quieras para el prójimo»; «ama la paz e introdúcela en todas partes»; «no juzgues a tu prójimo sin ponerte en su situación»; «si yo no me ocupo de mi, ¿quién lo hará? y si sólo me ocupo de mi, ¿que valgo?»; «quien quiere hacer célebre su nombre, pierde su nombre»; y «quien no aprende nada nuevo, olvida lo viejo».

Shamai en cambio, no consintió facilidades con la ley y prohibió muchas cosas que Hilel había autorizado. Sostenía como una verdadera necesidad la ortodoxia en el entendimiento y su aplicación, al igual que en los rituales y ceremonias. Este severo fundamentalismo de Shamai y su escuela, dividieron a los Fariseos, pero a la larga favoreció al judaísmo en general pues, se obtuvo por un lado un concepto humano y de santidad; en el otro, un concepto inflexible y otro de conservación, que dotaron a los rabinos posteriores a la destrucción del Segundo Templo (70 e.c.), de una herramienta conceptual muy útil para la sobrevivencia, mayormente diaspórica, de un pueblo apátrida por casi dos mil años y que se diseminaría por toda la faz de la tierra.

Continuará…

Acerca de Jacobo Contente

Egresado de la carrera de Contador Público del ITAM, por varios años trabaja en la industria de la confección, transformación y la industria editorial.Es de destacar su actividad en organizaciones comunitarias judías mexicanas entre ellas la Comunidad Sefaradí y el Comité Central. Al mismo tiempo se dedica a la edición de varias publicaciones como la revista "Emet" (1984); periódico "Kesher" (1987) y "Foro" en 1989.Dentro del campo intelectual siempre ha tratado de mantener vigente la Asociación de Periodistas y Escritores Israelitas de México y por lo menos un medio escrito lo suficientemente amplio, con calidad y profesionalismo como lo es "Foro", para que más de 60 escritores de México y el extranjero expresen mensualmente a través de sus páginas los pensamientos e inquietudes que forman opinión dentro del gran número de lectores que hasta la fecha tiene.Dentro de esta misma práctica de edición, ha colaborado, cuidado y diseñado más de 40 libros de escritores e instituciones que se lo solicitan y tiene en su haber tres libros histórico-biográfico y de consulta, como el "Prontuario Judaico".

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