Sobre mi escritorio, la computadora. En la pantalla seis archivos abiertos: Tesis maestría, Lista invitados desayuno, Programa literatura infantil, Cumpleaños Alejandro. Bajo mi escritorio, cuatro mochilas perfectamente alineadas: La de la maestría de los miércoles, la del taller de los viernes, la del inglés de los niños, la de dar clases. Dentro de mi agenda ocho post-it pegados: Cita dentista niños lunes, Urgente cortar pelo. Junta secundaria jueves prox. Pagar clases guitarra Mónica.
En la comida familiar mi mamá le dice a mi abuela: “Si yo tuviera tu edad, y todo tu tiempo, jamás lo desperdiciaría en tejer y jugar barajas. Me la pasaría en el cine, y leyendo libros y…” la interrumpe su celular. Es su paciente. Tiene que tomar la llamada. Mientras, firma un cheque para su maestra de yoga. Su pelo recién alaciado se le empieza a engrifar por el sudor.
Mi abuela se levanta, se estira la falda de punto, se abotona el saco de lana beige, consulta su reloj de pulsera y comenta: “Se me hace tarde, hoy me toca abrir el juego”. Sonríe. Su peinado enmarca una cara con muy pocas arrugas para su edad. Toma su bolsa de tejido y se va.
En el camino de regreso me detengo en la mercería, compro tres madejas de estambre, un gancho y un par de agujas. Llego a casa, vacío el morral de dar clases y meto el estambre con las agujas. Prendo la computadora. Juego solitario.
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