Médicos actuales, enajenados por la industria farmacéutica

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En el hospital donde trabajo es común que mis colegas soliciten la ayuda psiquiátrica cuando notan que sus enfermos se muestran particularmente angustiados y deprimidos, o en ocasiones en que balbucean incoherencias o están intranquilos y particularmente renuentes a aceptar las indicaciones prescritas por quienes están a cargo de su enfermedad.

Sin embargo, pocas situaciones provocan tanta alarma y urgencia entre el personal como cuando alguien gravemente enfermo expresa su deseo de morir antes que seguir siendo sometido a una nueva maniobra “heroica” capaz de causar más dolor y sufrimiento.


La semana pasada, recibí la solicitud contundente e inaplazable de la jefa de enfermería para ver a Doña Martha, una paciente diagnosticada con cáncer de matriz y metástasis en cerebro. A pesar de lo sombrío del pronóstico, quise preguntar sobre el motivo de la solicitud.

La señora no para de llorar. Seguramente, está muy deprimida –respondió categórica la enfermera-.

La verdad es que Doña Martha lloraba porque esa misma mañana la habían trasladado a otro hospital para recibir radioterapia en la cabeza (tratamiento con rayos X o radioactividad). El problema es que nadie le había explicado en qué consistía el procedimiento al que la iban a someter; nadie le aclaró que no se trataba de algo doloroso, ni riesgoso para su vida; y tampoco nadie la advirtió que pasaría varias horas recostada sobre una superficie dura y fría, completamente sola y sin que nadie la tomara de la mano para consolarla.

Después de unos minutos de charlar con Doña Martha, noté cómo sonreía mientras contaba con cuánto apetito acababa de comerse el pedazo de pollo que le sirvieron en su charola. Al despedirnos ese día, no pude evitar preguntarme cómo me sentiría yo si estuviera en circunstancias similares a las de aquella mujer.

Al no saber qué, ni cómo responderme, fui a redactar la nota de evaluación psiquiátrica en el expediente clínico metálico alineado junto al de los demás enfermos.

Dado que Doña Martha no presenta síntoma alguno de enfermedad depresiva –escribí al final- no amerita fármacos antidepresivos.

El llanto es una expresión tan natural que a veces resulta amenazante e inescrutable. A menudo procuramos acallarlo -a como de lugar y cuanto antes-, sin antes averiguar qué es lo que provoca ese derramamiento y sin siquiera considerar sus posibles ventajas.

No son pocos los médicos que tienden a endurecer su trato o, peor aún, a bromear para disimular su angustia (¿o su crueldad?) ante las lágrimas de sus pacientes.

Lo preocupante es que cada vez sea más común que las recetas de medicamentos (tranquilizantes y antidepresivos) sustituyan la verdadera comunicación paciente-médico.

Es importante considerar que tal vez la brutal penetración de la industria farmacéutica en la educación médica esté transformando el natural temor humano ante el sufrimiento, la incertidumbre y el abandono en un nuevo diagnóstico psiquiátrico. ¡El colmo!

Acerca de Moisés Rozanes

Formación Académica:Medico-Cirujano (UNAM)Especialista En Psiquiatria (UNAM)Maestro En Medicina Social (Universidad Autonoma Metropolitana)Diplomado En Derechos Humanos (Universidad De Colima)Actividad Profesional Actual:Responsable Del Programa De Salud Mental Del Consejo De Salud Del Estado De Colima (Ssa)Psiquiatra De La Clinica Hospital Miguel Trejo Ochoa Issste, Colima, Col.Miembro Del Comité Editorial Nacional De La Revista Salud Mental

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