Memoria del 11S

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Pasaron 14 años. Nada ha vuelto a su sitio. Ni volverá. El primer impacto contra la torre norte. Al poco, el otro. La certeza fue inmediata: entrábamos en una guerra mundial. La cuarta, si la tercera fue eso a lo cual llamamos “guerra fría”. Y tal certeza era simultánea de otra: sólo del islam podía venir un ataque de ese tipo. Los secuestros de aviones fueron rutina en el Cercano Oriente, desde que la OLP de Arafat viera en ellos fragilísimo talón de Aquiles de las sociedades prósperas. Sólo la decisión militar de Israel –y, en particular, la operación de Entebbe– acabó con la rentabilidad de esa estrategia. También en el entorno de la OLP se gestaron los ataques suicidas, que hacían volar autobuses enteros de israelíes camino del trabajo. Pasar del autobús de Tel-Aviv al avión de Nueva York, tan sólo requería más infraestructura. Tampoco demasiada. La concepción de fondo era la misma: todo civil es culpable, si no profesa la fe de Alá. Asesinar infieles es acto piadoso.

No me sorprendió, así, la noticia que oía por la radio. Esa guerra se estaba larvando. Había de estallar un día u otro. Y, como toda guerra, alguien la ganaría y la perdería alguien. Al cabo de costes siempre altos. Era horrible, pero no inesperado. Lo inesperado, para mí, vino luego. Casi de inmediato. Cuando empezó mi teléfono a sonar y gentes a las que yo estimaba, en lo intelectual como en lo afectivo, empezaron a proclamar su júbilo. En términos más o menos cafres, más o menos civilizados. Que se resumían en un indisimulado “ya era hora”. Al cabo de unos cuantos iguales, dejé de coger el teléfono. No hay racionalidad que sirva para nada, frente a ese tipo de arrebatos pasionales de rencor envuelto en filantropía.

Era la guerra. Una de esas que o se ganan o se pierden. Era mundial, pues que el islam no reconoce límites ni fronteras nacionales. Escribí eso, porque es mi oficio no engañarme. Y me quedé instantáneamente sin amigos. Estuvo bien, porque ello me forzó a entender los mecanismos del suicidio europeo. Y uno no se enfrenta jamás a un enigma tan desagradable si no está muy forzado. Europa quiere morir. No es nuevo. Viene queriéndolo desde que la Gran Guerra de 1914 desgarró todas sus convicciones ilustradas. Freud escribió, sobre esa agria metáfora de las trincheras, alguno de sus más bellos textos acerca de cuanto anhelan los hombres destruirse. El doble ascenso de estalinismo y nazismo culminó esa vulgaridad sanguinolenta, así como de ópera wagneriana, que tanto autocomplace al viejo continente. Y los Estados Unidos, que salvaron a Europa –bien contra su voluntad– de verse repartida entre Stalin y Hitler, cargaron con el ecuánime odio de los salvados. Hasta hoy.


Los Estados Unidos quedan lejos de la geografía coránica. Europa, a unos pocos kilómetros. No es América el territorio de yihad. Es Europa. Pero los estadounidenses combatieron, siguen combatiendo. Y Europa aguarda a ser aniquilada. Lo desea. Como en los años treinta. Esta vez, quizá lo logre.

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