Los Evangelios cuentan que a la muerte de Jesús el cielo tormentoso desprendía rayos, se oían incontables truenos y en la tierra retumbaba un dolor insoportable. Antes, y al ser lanceado el profeta por un soldado romano, simultáneamente se rasgó la cortina que ocultaba la Torá en el templo de Jerusalén, tal vez para probar el nexo entre el llamado Verbo Encarnado y la palabra divina albergada en el lugar santo. Lo cierto es que la cualidad tormentosa de esa muerte determinó, en cierto modo, el pathos cristiano, la tendencia al melodrama de sus pensadores más conocidos. No sólo sufría un hombre, el Hijo de Dios, sino que sufrían al unísono los cielos y la tierra hasta el fin de los tiempos. Un hombre joven en una tierra ocupada por un poder lejano, un maestro de la parábola cuyas enseñanzas iban a inspirar a toda una cultura. De la muerte de Moisés sabemos bien poco, sólo que no llegó a entrar en la Tierra Prometida y tal vez expirara solo, como solo estuvo en el momento de recibir la Ley. Ni tormentas o patetismos humanos a la hora de devolver su alma al Creador.
El Buda en cambio, que vivió bastante más años que Jesús, y enseñó cómo evitar el sufrimiento propio y ajeno, no tuvo que lidiar con los ocupantes de su país, se movió con relativa libertad en él y enseñó durante casi medio siglo a meditar para resolver problemas psicológicos y emocionales. Como dijo Octavio Paz, ´´renunció a ser Dios´´ y mantuvo su mesura y abierta humanidad hasta el último de sus días. La tradición cuenta que al entrar en el parinirvana, es decir al expirar, florecieron todos los árboles a su alrededor, incluso las lianas se llenaron de flores rojas y perfumadas, colmando la escena de aromas agradables y efluvios serenos. Una muerte aceptada y bendecida por el cielo y la tierra, que dieron lo mejor de sí para la ocasión. Quizás haya que ver en esa muerte una de las características más notables del budismo, su respeto por la vida, el valor del voto de ahimsa o no violencia que aún hoy anima a sus practicantes. Puede que el cristianismo no fuera tormentoso en su origen, pero llegaría a serlo en la Cruzadas y la conquista del Nuevo Mundo, en sus guerras sectarias internas y por supuesto en la trama sádica de la Inquisición. De un lado el pathos y del otro un ethos, una ética sin duda más refinada que la cristiana. De una parte la tormenta, el desorden meteorológico, el claroscuro de un clima atravesado por el dolor y el sufrimiento; del otro la rúbrica de una existencia consagrada al bienestar ajeno y la realización espiritual.
Ignoramos cómo hubiera llegado a pensar Jesús si hubiese llegado a los ochenta años. Así como también ignoramos cómo se hubiese comportado el Buda histórico si su tierra hubiese estado ocupada en sus días, esquilmada y robada, perseguidos sus habitantes y despreciada su fe. Quizás hubiese justificado algún tipo de violencia en defensa propia. El caso es que ambas muertes reflejan lo que Paracelso llamaría una signatura, el germen de un estilo que se desarrollaría a posteriori. A aquella violencia atmosférica le seguirían muchas otras, pasando por los mártires cristianos del circo romano y las crucifixiones, que se repetían a lo largo y ancho de las tierras controladas por el imperio. Del extraordinario florecimiento acontecido a la muerte del Buda la posteridad aprendería el color de las aperturas y, sobre todo, la serenidad de la mente convertida en corola. El camino medio entre el ascetismo y la pasión.