El Líbano y su autodestructiva política de refugiados

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La otra noche recibí un mensaje de Facebook, parecido a otros que, por desgracia, últimamente se han vuelto familiares en Beirut. Me lo enviaba un amigo sirio, y era escueto y solemne: “Me voy para siempre del Líbano el lunes por la mañana. Aún no sé a dónde”. Y me preguntaba si tendría un momento para tomarme un café de despedida con él.

Supe inmediatamente de qué iría la historia; algo que seguramente también habrán adivinado los lectores que sigan la política libanesa. Es un secreto a voces que, conforme al espíritu de la legislación introducida a principios de año, el Gobierno está haciendo cuanto está en su mano para evitar que los sirios (incluso los que tienen educación superior y ejercen profesiones de tipo administrativo, como mi amigo) puedan seguir trabajando en el Líbano.

Los detalles concretos de la ley son complejos y siempre cambiantes, y pretender comprenderlos es perder el tiempo. El Estado quiere a los sirios fuera del Líbano: es tan simple como eso. Así que una persona inteligente, que contribuye al tejido económico y social del país, y que trabaja para un destacado think tank europeo, tiene que ver cómo rechazan su solicitud de permiso de trabajo porque tuvo la mala suerte de nacer en un país gobernado por la familia Asad.


Escribir sobre el aspecto humanitario de todo este asunto (la angustia que supone ver cómo, tras huir de una guerra inimaginable y salvar la vida por tus propios medios, un burócrata se la carga de un plumazo) también sería perder el tiempo, porque el Gobierno más bien se vanagloria últimamente de ser inmune a semejantes cuestiones quijotescas. Hemos hecho lo que hemos podido por los derechos humanos, parece ser su respuesta. Ahora tenemos que seguir adelante con asuntos más serios: arreglar la economía y proteger la seguridad nacional.

Bueno, resulta interesante ver cómo van las cosas en esos dos frentes. El mes pasado nos enteramos por la Asociación Libanesa de Agricultores de que el sector estaba en una situación desesperada, debido a una disminución del 80% en el número de trabajadores sirios a causa de las nuevas restricciones de entrada en el país. Los lamentables salarios y el “gran esfuerzo físico” necesario hacían que, según explicaba el presidente de la asociación, los trabajadores libaneses no estuvieran dispuestos a ocupar el lugar de aquéllos. Con lo que el argumento favorito de los xenófobos de que los extranjeros se quedan con los trabajos más deseados se va a paseo.

En general, la idea de que hombres, mujeres y niños apiñados en torno a estufas en tiendas de campaña de las zonas menos pobladas de la Bekaa son los culpables del desplome del PIB ha sido desacreditada por Jeremy Arbid, en el Executive, donde demostró admirablemente que los fondos de ayuda humanitaria concedidos a los refugiados por Naciones Unidas tuvieron un efecto multiplicador de entre 1,6 y 2,1. Es decir, que cada dólar entregado a un refugiado se convierte en un beneficio neto de entre 1,60 y 2,10 dólares para el conjunto de la economía. O, por emplear las cifras reales: los 800 millones de dólares que se calcula fueron concedidos a los refugiados sirios del Líbano en 2014 aportaron al PIB entre 1.300 y 1.700 millones de dólares.

¿Y qué hay de la seguridad? Si hay algo que deberíamos aprender del desastre que sufrió Irak el verano pasado es que el Estado Islámico prospera en las comunidades que han sido descuidadas, apartadas o directamente perseguidas por el Estado. Eso es el doble o el triple de peligroso cuando hay un posible aspecto sectario que puedan aprovechar los muyahidines. Son ustedes libres de creer que las historias que oímos casi a diario sobre detenciones masivas en campamentos de refugiados debido a irregularidades en la documentación o a entradas ilegales en el país están haciendo maravillas por la integración en las comunidades y la armonía interreligiosa.

Hablando de entradas ilegales (la mera idea resulta manifiestamente absurda en la frontera con una zona de guerra), recientes informes también ponen en tela de juicio la popular idea de que las nuevas medidas gubernamentales han detenido la entrada de refugiados: según dichos informes, si bien el número de entradas por canales aprobados oficialmente sí que ha descendido, ello se ha visto compensado por un aumento en las entradas por vías alternativas. En otras palabras: el único impacto real de la nueva legislación ha sido obligar a un número significativo (y cada vez mayor) de refugiados a ocultarse; se les ha prohibido buscar un empleo honrado y potencialmente no pueden siquiera solicitar la ayuda de Naciones Unidas. Consideren cómo actuaría en esa situación un chico de 18 años al que un día se le presentase un hermano que con una mano le ofreciese un sueldo mensual de 400 dólares y con la otra un fusil.

“La definición de locura”, me decía mi amigo el otro día, mientras tomábamos café, “es repetir el mismo error y esperar resultados distintos”. Se refería a la lamentable historia de los refugiados palestinos del Líbano, que, marginados por las clases dirigentes desde su llegada en 1948, se dejaron arrastrar al conflicto doméstico que, posteriormente, se convertiría en una guerra civil de 15 años de duración. Estuvimos de acuerdo en que la situación de los sirios no era comparable: no hay nada que pueda parecerse al esfuerzo sistemático, financiado y organizado por potencias regionales e internacionales, de militarizar a los refugiados que fue el caso de los fedayines de Arafat.

Pero el camino que está tomando el Gabinete libanés no disipa precisamente los temores de que, con un poco más de tiempo y un cambio de opinión en ciertas capitales, podría organizarse una especie de secuela; una en la que, además, habría más del doble de potenciales reclutas entre los que elegir. Si llegara ese aciago día, la culpa sería precisamente de quienes no sólo ponen en peligro a los sirios, sino a todos nosotros, al vender los derechos y la dignidad de los refugiados por una economía basura y un populismo sensacionalista.

© Versión original (en inglés): NOW
© Versión en español: Revista El Medio

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