¿Murió envenenado Napoleón?

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El 5 de mayo de 1821 fallece Napoleón I, ex-emperador de los franceses, en la isla Santa Helena, a consecuencia de una úlcera estomacal. 140 años más tarde el dentista sueco Dr. Forshufvud publica un libro titulado ¿Fue envenenado Napoleón?, obra que de momento pasó inadvertida; pero cuando el departamento de medicina forense de Glasgow examina cinco muestras de cabellos del emperador, enviadas por distintas personas, todas contienen cantidades no despreciables de arsénico.

En la primavera de 1965, después del Sunday Telegraph -el primero en hacerse eco de experimentos que han utilizado incluso al reactor nuclear de Harlow- París-Presse, France-Soir y le Journal du dimanche se apoderan del asunto. La opinión pública se conmociona. En la frontera belga, unos aduaneros encierran al historiador francés André Castelot en su compartimento del tren para conocer su opinión acerca del asunto.

Los informes de la autopsia hablan de una gran ulceración estomacal que degeneró en cáncer. En 1961 Forshufvud deja de lado la úlcera, que no es la causa directa de la muerte y se concentra en el cáncer, pero lo abandona rápidamente. Un tumor maligno habría hecho adelgazar considerablemente a la víctima sin embargo la capa de grasa sobre el vientre del cadáver de Napoleón tenía todavía cerca de cinco centímetros. En cambio las víctimas de una intoxicación lenta por arsénico suben de peso; en pequeñas dosis, el veneno se utilizó por mucho tiempo como estimulante.


Por lo demás un médico inglés señalaba que el cuerpo del emperador casi no tenía vello, lo que podría ser también un síntoma de envenenamiento por arsénico, al igual que el buen estado de conservación del cuerpo en 1840, cuando fue exhumado para ser llevado a Francia. Es cierto que sus entrañas habían sido retiradas, lo que significa que había sido sometido a un principio de embalsamamiento.

Valiéndose de estos indicios, el dentista sueco atribuye al arsénico todos los problemas de salud de Napoleón: sufrió una extraña crisis, cercana a la epilepsia, en 1805,algunas semanas antes de Austerlitz; dolores de estómago, angustias y un lagrimeo abundante en 1809; una tos seca y una jaqueca espantosa en 1812, con ocasión de la batalla de Moskova; nuevos dolores de estómago en 1813, eccema en la Isla de Elba; somnolencia y dificultades urinarias en Waterloo, y malestares múltiples que marcaron su último exilio, hasta la enfermedad final. Ciertamente, cada vez el detalle de sus problemas puede hacer pensar en un envenenamiento, pero existen muchas otras explicaciones posibles.

Forshufvud regresa a sus conclusiones de la autopsia que señalan que el estómago de Napoleón estaba lleno de una suerte de zurrapa de café. Concluye que tuvo una hemorragia mortal ocasionada por la corrosión de toda la pared estomacal, características de todos los envenenamientos por mercurio. Supone pues, que después de años de intoxicación con arsénico, el asesino usó otro veneno.

Se trataría esta vez de cianuro de mercurio un compuesto temible que se formó en el mismo estómago del enfermo por la unión entre un medicamento llamado calomelanos, prescrito en grandes dosis con la esperanza de aliviar los intestinos y de una bebida que el emperador consumió efectivamente, un jarabe de horchata a base de almendras amargas. A falta de la horchata y de las almendras, la simple sal de cocina habría podido producir la misma reacción.

Bien ahora falta encontrar un culpable y un móvil: los ingleses casi no podían llegar hasta su prisionero y pocos compañeros suyos se quedaron con él de principio a fin. El gran mariscal Bertrand queda, indiscutiblemente fuera de sospecha. Queda el general Montholon, que había seguido a Napoleón para huir de sus acreedores y para actuar como agente de la monarquía francesa restaurada, que no se sentía tranquila mientras viviera Napoleón, además para intentar ser incluido en un interesante testamento.

Por otra parte durante las primeras semanas, los males del emperador se calmaron mientras redactaba su última voluntad, como si el arsénico le hubiese sido quitado por algún tiempo. Se puede agregar que otras personas, sin la menor prueba por lo demás, comentaron sobre las relaciones entre Napoleón y la esposa del general, vodevil que pudo degenerar en drama. El problema es que Montholon no abjuró jamás de su bonapartismo. Además, no estuvo cerca del emperador antes de 1815 y no puede, por lo tanto, haber sido el misterioso envenenador que actuaba desde hacía diez años.

En estas condiciones ¿por qué ver en todas partes manos criminales, complots y asesinatos? La vida de Napoleón, sus cabalgatas, sus costumbres alimentarias que no se adecuaban a los preceptos de la dietética actual, todo esto podría haber desgastado el organismo del emperador. La medicina del siglo XIX era apenas un poco menos titubeante que en los tiempos de Molière. Una úlcera iba a matar a Napoleón, un mal que ya venía de antes y que puede explicar sin duda un además bien conocido, el de la mano puesta entre dos botones de su chaleco, como para calentar el estómago. La unión entre un purgante peligroso y el jarabe de horchata no hizo más que precipitar el fin.

Pero aún queda la cuestión del arsénico en sus cabellos. Demasiados mechones traídos por distintas vías, hacen imposible pensar en un error. Los métodos de investigación son los más modernos; sin embargo el historiador Alain Decaux ha propuesto una solución que satisface todas las interrogantes. Se ha visto que el arsénico, en pequeñas dosis, se prescribía como estimulante. Las circunstancias de su vida pudieron empujar a Napoleón a usar y abusar de él. Es este arsénico el que los científicos ingleses han puesto en evidencia. Es una solución simple, quizás demasiado, pero mucho más convincente que las hipótesis que requieren de muchos venenos y de muchos envenenadores.

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