Nacidos para sobrevivir (Parte I)

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Cuando llegaron los rusos, Lituania se había convertido en territorio soviético. No olvidaré jamás a aquel primo que se casó en mi casa, quien, gracias a su domino de las lenguas lituana, rusa y polaca, consiguió muy buen trabajo en el gobierno ruso. Lo incorporaron al departamento de pasaportes, y así me consiguió el contacto para ingresar a una escuela militar en Rusia. El papel de aceptación estaba listo, pero no podía cruzar la frontera, tenía tan sólo 15 años, y a esa edad no expedían pasaportes. Con una fecha de nacimiento distinta, me aumentaron tres años y pude obtener el documento de la República Lituana Soviética. Logré salir del país en un momento crucial, exactamente al iniciar la guerra. Dos días después de mi salida, las tropas alemanas estaban en camino hacia Vilna.

Viajé rumbo a Bielorrusia. Las salidas en la estación ferroviaria estaban clausuradas y muchísima gente quería viajar escapando del peligro. Tomé un camión militar que me transportó alrededor de un poco más de cincuenta kilómetros, a un lugar cercano donde pasaba el tren. En la estación, las vías se dividían entre ferrocarriles que iban a Rusia, y otros de líneas nacionales. Ya en camino, mi primera experiencia fue un terrible bombardeo de los alemanes. Las bombas caían a los lados del tren evitando destruirlo pues necesitaban los transportes. Los viajeros bajamos, nos dispersamos por el bosque y observamos que los aviones tenían una estrella de color verde y letras en ruso que decían: Vamos a ganar la guerra. Pensamos que eran aviones militares alemanes pintados con los colores rusos. Falso. Eran cientos de soldados rusos descendiendo de los aeroplanos en paracaídas.

Las confusiones surgían debido a que muchos militares alemanes que hablaban perfectamente el ruso, estaban adiestrados, viviendo en Rusia durante el pacto de neutralidad germano-soviético entre Hitler y Stalin, y se infiltraban por todas partes. Estos sujetos iban y venían, realizaban intercambios comerciales y eran descendientes de rusos que habían nacido en Alemania. Oficiales y soldados en destacamentos especiales de paracaidistas cometían todo tipo de sabotajes. Quienes intentamos huir del bombardeo, y nos ocultamos durante toda la noche entre los árboles, fuimos atrapados.


Los soldados rusos me tomaron preso junto con un muchacho polaco idish refugiado que sólo hablaba su idioma. De inmediato lo sentenciaron a muerte y se lo llevaron al paredón de fusilamiento. Sobresaltado a más no poder, escuché los disparos que le dieron muerte. Entre todos, fui el último en ser interrogado, y pude escuchar que los alemanes se acercaban a Vilna y cruzarían la frontera en poco tiempo. Después interrogaron a unos alemanes que iban en el tren con uniformes rusos encima de su vestimenta alemana. Eran paracaidistas especializados en sabotaje. Al estar entre su grupo me confundieron con ellos. Alto como soy, con uniforme y botas militares, pensaron que formaba parte de ese complot de paracaidistas.

A pesar de presentar en orden todos mis papeles y documentos de identificación, no los tomaron en cuenta ni creyeron en mi identidad lituana. Me vendaron los ojos y llevaron a un sótano. En el camino estuve a punto de resbalar entre las piedras hasta que entramos a un cuarto donde me destaparon los ojos. Un foco colgaba del techo, dos soldados con bayonetas me apuntaban a la cara y un tipo comenzó a interrogarme. Afuera se escuchaban sin parar tiros de metralleta. Los soldados querían obligarme a decir lo que no era cierto. Ofrecieron llevarme de nuevo a la frontera y pasarme del otro lado. Qué tontería, cuál frontera si los alemanes entraban por todas partes. Sacaron un fajo de dinero alemán que seguramente despojaron a la gente apresada para sobornarme. No era más que un gancho para hacer hablar a los prisioneros. Preguntaron cuál era mi batallón de paracaidistas y el plan de sabotaje que tenía. En el perfecto alemán que hablaba les negué todo. No creyeron una sola de mis palabras. Estaba desesperado. Me quitaron las botas. Como eran nuevas, tenían unos clavos que me molestaban un pie. En la casa, antes de salir, coloqué un papel que arranqué de un cuaderno de mi hermano con ecuaciones algebraicas y lo coloqué dentro de la bota. Los soldados rusos vieron esto y pensaron que era información secreta de algún espionaje. Los apuntes escolares con aquellos signos me traicionaron, y quienes me tenían en sus manos, no sabían nada de álgebra. En ese momento definitivamente fui considerado un espía.

El interrogatorio duró una noche entera hasta el medio día. Al principio no me tocaron, después el maltrato fue terrible. Empezaron a utilizar la tortura estirándome los dedos de las manos y pegándome con una vigueta en los pies. Golpearon mi cara en tal forma, que la tenía hinchada y un ojo cerrado por las bofetadas. Arrojaban agua caliente en todo mi cuerpo y casi no podía detenerme en pie. Me sentía morir. Gracias a D_os, el tiempo del interrogatorio se redujo, los alemanes se acercaban cada vez más, los teníamos a unos quinientos kilómetros de distancia y dieron por terminada la tortura. No podía moverme, ni pensar y me recosté en una esquina del cuarto mientras los torturadores realizaban el reporte. Querían obligarme a firmar sus mentiras y me negué rotundamente. Preferí aguantar sus horrores, a firmar aquel papel que me habría evitado tener más recuerdos.

Vendaron mis ojos de nuevo, y dos soldados, tomándome de los brazos con violencia, me hicieron subir a empujones por las escaleras. Al pasar frente a una de las oficinas, exactamente en ese instante, mi primo se dirigía a tomar agua con un garrafón en las manos. Al verme comenzó a gritar desaforadamente: ¡¡ ¿eres tú? ¿a dónde vas, a dónde te llevan?!! No sé quién fue el más sorprendido, si yo que iba directo al paredón de fusilamiento, o él cuando me reconoció. De inmediato dio órdenes de que me soltaran, y al comandante encargado, exigió devolverme lo que traía conmigo, el pasaporte, los objetos personales y mi credencial de la Juventud Comunista. Lo que nunca me devolvieron fue el reloj que me había obsequiado mi padre, y las fotos de familia que traía conmigo. Un jeep me condujo de nuevo a la estación, en el preciso momento en que llegaba el último de los trenes de ese día en aquella Rusia que aún no conocía.

Acerca de Andrea Montiel

Cursó la carrera de Psicología y obtuvo y posgrado de Maestría en Psicología Social en la UNAM. Realizó estudios de especialización en E. U. e Israel y ha trabajado en varias instituciones y universidades, siendo investigadora del Colegio de México, además de guionista, coordinadora y conductora de varios programas culturales en la televisión mexicana.En materia literaria ya lleva publicados once libros de poesía, poemas y cuentos que algunos se han traducido a otros idiomas como inglés, francés e italiano. Su estilo abarca varias semblanzas, biografías, crónicas y textos que se incluyen en catálogos de pintores y escritores. Obtuvo el premio "Víctor Babani" en 1987 y el premio "Alicia de Nayarit" en 1998.

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