Una estudiante de medicina, quien actualmente presta servicio social en una comunidad rural en el occidente del país, me preguntaba hace poco cómo ayudar a una persona mentalmente enferma cuando no se tiene la posibilidad legal de prescribir medicamentos psiquiátricos.
Tan abrumada parecía la joven doctora que, con voz entrecortada y los ojos bien abiertos, concluyó: es que, en esos casos, no tengo nada que ofrecer a mis pacientes.
Esta última declaración sirvió para detonar el desasosiego entre el grupo de pasantes de Medicina que habían acudido a mi charla sobre problemas comunes de salud mental en la comunidad y aun cuando todos los presentes aseguraron haber completado el curso de Psiquiatría, solamente una de 50 había tenido prácticas con personas mentalmente afectadas. Comenté entonces que eso era igual a cursar Cardiología sin jamás haber auscultado un corazón enfermo.
Es claro que en nuestra sociedad los trastornos mentales y los problemas psicológicos no importan demasiado. Pareciera que no dañan severamente los anhelos y el porvenir de millones de personas en cualquier momento de la vida; tampoco son la causa de indecibles sufrimientos personales, gastos familiares extraordinarios, violaciones a los derechos humanos y un amplio rechazo social.
Sin duda ésta es la realidad sanitaria que alcanzan a entender quienes diseñan la enseñanza en Medicina y Enfermería. Por eso es que a casi nadie le quita el sueño que las únicas personas ausentes, en el proceso de formación, sean precisamente aquellas personas invisibles que más requieren los cuidados y la atención, debido a sus problemas y malestares mentales.
Y si, al final del camino, no queda más remedio que atender las necesidades urgentes y molestas de esas personas, lo único que se les enseña a los estudiantes –por cortesía desinteresada de los representantes de la industria farmacéutica- es a recetar medicamentos psiquiátricos.
Cualquier otra intervención terapéutica, sobre todo en términos de atención a la individualidad y subjetividad del paciente, es considerada fútil o equivalente a nada.
Es en este contexto que el libro Confesiones de un médico (Triacastela, Madrid, 2011), de Alfred I. Tauber, médico y filósofo destacado, parte de una pregunta medular: ¿qué hacer frente al deterioro humano creciente de los servicios sanitarios y el desequilibrio entre ciencia/tecnología, y el cuidado profesional de los enfermos?
El autor responde asegurando que la urgencia no radica en aumentar el estudio de la ética médica ni de fortalecer las prescripciones de cómo los médicos deban comportarse ante la autonomía de sus pacientes. Lo que resulta verdaderamente impostergable es recuperar la ética médica como el elemento principal de la relación médico-paciente, cuyo fin es –y siempre debe ser– el cuidado del sufrimiento del enfermo.
Han pasado varias décadas de investigación científica y apenas estamos al principio del entendimiento de la enfermedad mental. Por más que la ciencia y los productos tecnológicos sean una gran esperanza para prevenir y curar, siempre el médico podrá ofrecer algo más que nada anteponiendo a su inquietud científica el alivio del dolor y la fragilidad de sus pacientes.
Artículos Relacionados: