El ya inminente día 27 de este mes de Abril, va a rendirse un nuevo homenaje, esta vez en Madrid, a Doña Isabel Escudero Ríos, la poetisa extremeña a quien yo tuve la afortunada oportunidad de conocer a muy escasa distancia y a la que mi torpe perspectiva me privó de disfrutar y recibir de ella el que, sin duda, hubiese sido sabio y acertado consejo en relación con mis escasas aptitudes literarias. Sin duda este error estuvo propiciado -en ningún caso por la propia Isabel, que era una persona buena, cercana, cariñosa y muy humilde- sino por las malas compañías que en algún momento de su vida la rodearon. Por eso “me la perdí” y, tras su muerte, me arrepiento mucho de ello, y lo lamento aún más. Este homenaje iba a celebrarse -así estaba proyectado hasta hace muy pocos días- en el en Ateneo de Madrid, casa y lugar al que Isabel dedicó no pocas atenciones, pero la mendacidad y pobreza moral, incluso la perversidad intrínseca de las instituciones, cuando son invadidas y poseídas por los malos espíritus, siempre disipan ilusiones, aventan el odio y el resentimiento y, en suma se apegan a los más bajos instintos materiales.
Hay personas a las que, por unas u otras razones, tan sólo podemos conocer en profundidad después de que ya han muerto. Y sólo entonces, cuando ya no las tenemos al alcance de nuestra vista y a la generosidad de su gran corazón, lamentamos también muy hondamente haberlas perdido. Sobre todo, “habérnoslas” perdido tan estúpidamente por nuestra parte. El caso de Isabel Escudero es, para mí, sin duda el más lamentable de todos cuantos yo haya podido tener tan cerca, sin saber lo que ella ocultaba. Sin conocernos de nada, ni tan siquiera habernos visto nunca, me obsequió con una sutil y delicada conversación sobre poesía, en un autobús, haciéndome ver lo que tiene de espontáneo y biológico la poesía popular, aquellos versos inocentes y aparentemente simples que ella llamaba “coplillas” y que encerraban, como todo lo breve y sencillo, grandes lecciones y también sublimes ecos de verdad y valor espiritual.
En aquella ocasión, Isabel me dedicó de su puño y letra un ejemplar, que conservo como oro en paño, del que entonces era su primer poemario, bajo un título emparentado con uno de los dichos españoles más repetidos. Aquel libro se titulaba “Coser y cantar” y estaba dedicado, por partida doble a sus buenos padres, ambos maestros, de aquellos viejos apóstoles de la educación, intelectual y moral, que consagraron su vida a la instrucción y sobre todo la formación más rigurosa en la etapa quizá determinante de la vida humana, la de la infancia y la primera juventud. La dedicatoria del libro guardaba por ello también estrecha relación con el título: “A mi madre, que me enseñó a coser, y a mi padre, que me enseñó a cantar”. Sin duda alguna, a Isabel, aquellos padres le habían enseñado muchas cosas más y todas ellas buenas, en el más amplio sentido. Más tarde descubrí, por pura casualidad, un bellísimo poema de Isabel, dedicado a la muerte de su madre, “El abanico”, que me hizo ratificarme en la idea de su más hondo talento y sensibilidad poéticos. Y por último, estoy teniendo ocasión de explorar casi toda su obra publicada -y hasta la no publicada- no sólo en verso sino también en prosa, con idéntica convicción. Por ello, entiendo que Isabel Escudero merece todos los homenajes que se le han venido tributando.
Todo esto, sin embargo resulta para mí casi anecdótico. Sin duda demasiado tarde, tuve la suerte de hablar directamente con Isabel en el último verano de su vida y quizá la desdicha, o la triste suerte, de ser la última persona con la que ella habló por teléfono antes de su muerte. Al menos, creo tener fundada sospecha de ello.
Y por todo esto, me creo también casi obligado a formular una manifestación esencial. Esencial para mí, desde luego, pero puede que también para muchos, aunque para algunos “sensu contrario”. En algún momento de su vida, es posible que, para los que ahora le han negado el pan y la sal, Isabel hubiera podido ser considerada una persona religiosamente descreída o incrédula, por aquello tan manido como falso de ser “el opio del pueblo”. Pero harían muy mal si, tras su muerte, trataran de apropiarse ese sentido de su vida. Porque, es verdad que merced a la inquietud de su hermano Antonio, que durante aquel último verano había regresado al seno de la Fe, en la Iglesia fundada por Jesucristo, Isabel regresó también al mismo seno, en el que había sido educada por sus padres, y recibió en su lecho de muerte, con una inmensa paz y la mayor alegría, los sacramentos de la extremaunción y la eucaristía. Isabel, por ello, nos mira a todos desde lo más alto, porque ahora se encuentra al lado de Aquel que se sienta a la derecha del Padre.
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