El martes pasado, a las 12 de la noche, se venció el plazo otorgado al primer ministro israelí, Benjamín Netanyahu, para armar una coalición de gobierno tras las elecciones celebradas el 23 de marzo. El bloque que logró integrar Netanyahu constaba de 52 escaños —se necesitan mínimo 61 para formar gobierno—, de tal suerte que ante la evidencia de que no había manera de superar esa limitación, tuvo que anunciarle al presidente Reuven Rivlin que abandonaba la misión.
De acuerdo con la legislación israelí, lo procedente entonces era que Rivlin auscultara entre los diversos partidos a quién entregarle el segundo intento de armar una coalición de gobierno. Tal proceso concluyó rápidamente con el resultado de que Yair Lapid, quien encabeza el partido Yesh Atid (Hay Futuro), fue designado para ello. El partido de Lapid consiguió el segundo lugar en los comicios al ganar 17 bancas (el partido Likud, de Netanyahu obtuvo 30 escaños), con lo que pudo ubicarse como el puntero dentro del abanico de diversas formaciones partidarias cuyo fin común ha sido, enfática y explícitamente, sacar a Netanyahu del poder.
¿Por qué tanto rechazo al actual primer ministro de parte de agrupaciones políticas con ideologías que son, por decirlo coloquialmente, de dulce, de chile y de manteca? Por distintas razones. Por ser un mandatario que enfrenta actualmente un juicio por acusaciones de corrupción; por haberse empeñado en seguir en el cargo a pesar de su condición de acusado; por haber sido el personaje cuyas maniobras para eternizarse en el puesto y blindarse ante la posibilidad de parar en prisión le han costado al país no sólo cuatro elecciones en dos años sin lograr hacerse de un gobierno medianamente funcional, sino por haber sido, también, el causante del deterioro de muchas de las normas democráticas que caracterizaban a Israel, entre ellas la del sano equilibrio entre poderes; porque desde hace más de dos años y medio no hay presupuesto aprobado y ello deriva en una parálisis de muchos de los proyectos y programas gubernamentales; porque en su afán de permanecer en el cargo ha legitimado y hecho alianzas con figuras abiertamente ultranacionalistas, racistas y violentas; porque su férrea alianza con los partidos religiosos ultraortodoxos ha prohijado un trato diferenciado hacia éstos, eximiéndolos de acatar muchas de las disposiciones que sí rigen para el resto de la población israelí.
Esto último se reveló con claridad en la trágica y lamentable estampida que hace algunos días ocurrió en el Monte Merón, donde murieron 45 personas, miembros todos ellos de las comunidades ultraortodoxas. Se trataba de un festejo religioso al que acudieron cerca de cien mil personas, un número de asistentes que el gobierno no hubiera permitido de ninguna manera a cualquier otro segmento de la población nacional.
Es así que, si bien el proceso de vacunación contra el coronavirus llevado a cabo por el gobierno fue tremendamente exitoso y el cuadro de la macroeconomía no ha sido tan golpeado como lo ha sido en muchos otros países —cuestiones de las que con justicia presume Netanyahu— el país está extremadamente polarizado. La ecuación básica que ha regido en estos últimos comicios ha sido “con Netanyahu o contra él”.
En este contexto, el actual intento de Lapid de armar una coalición con las fuerzas, cuyo común denominador es únicamente sacar del poder a Netanyahu, se ve como una tarea titánica y casi imposible de llevar a buen puerto debido a su heterogeneidad. Los partidos del bloque opositor al primer ministro constituyen un mosaico ideológico e identitario extremadamente diverso, en el que las posturas respecto a temas cruciales de la vida nacional son como el agua y el aceite.
Sin embargo, Lapid ha aceptado el desafío de lograr la hazaña de integrar un gobierno con ese material a pesar de lo anteriormente descrito. Si no lo consigue, lo más probable es que dentro de cuatro semanas se anuncien las quintas elecciones en Israel, en el curso de dos años y medio. El desgaste para el país y el hartazgo de la ciudadanía llegarían así a niveles alarmantes, con el agregado de que, como en un mal sueño recurrente, Netanyahu estaría en posibilidad de reintentar hacerse del poder una vez más.
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