Han secuestrado a un soldado israelí: Guilad Shalit. Fue hace cuatro años; cuatro años en las mazmorras de Hamás. Su destino: ser rehén de fuerzas fundamentalistas islámicas, sanguinarias y sádicas. Hamás pide, a cambio de Guilad, mil prisioneros palestinos, muchos de ellos asesinos convictos y con sangre israelí en las manos. A Noam Shalit, no le importa que vacíen las cárceles, si así le devuelven a su hijo. Sin embargo, incluso este padre angustiado sabe que lo que Hamás quiere no son los prisioneros; es poner de rodillas a Israel, es mostrar un Estado judío débil y suplicante, y así mismo frágil y fácil de derribar.
Su padre, Noam Shalit, camina. Camina para no morirse de miedo y de angustia. Camina para sentir que hace algo. De hecho es impotente, pues las negociaciones tomarán su tiempo y se lograrán-o no- según la voluntad de los líderes y según la suerte, la maldita suerte, que ha hecho, en primer lugar, que su hijo, entre todos los soldados, sea el que capturen.
Noam Shalit camina y ha establecido un campamento de vigilia frente a la casa del Primer Ministro israelí. Allí, debajo de sus ventanas, personas con pancartas se turnan, recordando, día y noche, a Netanyahu que, según la ley judía, nadie debe dejarse en manos del enemigo. De hecho, en la liturgia del pueblo que inventó la libertad, existe un rezo especial para la liberación de los prisioneros: “Bendito seas, o Eterno, D-os nuestro, Rey del mundo, que liberas a los presos”.
Noam Shalit camina. Los pies se mueven, pero no pueden detener el flujo de pensamientos ¿ En qué está pensando? ¿Se está imaginando a su hijo, torturado, violado mutilado?¿ O llorando, suplicando, aullando? ¿ O desesperado, impotente, solo, muy solo, un poco como su padre y toda la nación?
Noam Shalit camina, sin saber si su hijo está vivo o muerto. Pero su hijo, contrariamente a las leyes de Ginebra y a todas las leyes humanas, está completamente incomunicado. Un ministro del gabinete, Lieberman, prometió levantar el bloqueo de Gaza si se permitía a la Cruz Roja visitar al cautivo. La respuesta fue una rotunda negativa. La prueba de vida se dio cuando Israel liberó a diez y nueve prisioneros: un video de un Guilad Shalit autómata pero completo fue entregado a sus padres, en el cual él lee un boletín, obviamente escrito por sus captores.
Noam Shalit camina. Sabe que uno de los principios de Israel consiste en no negociar con terroristas, pero hubo excepciones, en las cuales prefieren no pensar. Alguna vez, Israel ha intercambiado unos prisioneros por dos soldados- pero lo que entregó Hizbalá fueron dos cadáveres. Hamás lo sabe, y por ello, en una estrategia de sadismo sin par, produjo un vídeo donde el personaje principal es Noam Shalit, caminando, de noche, por las calles de Israel, hasta que, finalmente, encuentra a su hijo. Pero prefiero que vean ustedes mismos el sadismo y el terror de los “militantes” de Hamás, e imaginen el efecto de este video en los padres del muchacho.
Noam Shalit camina. Doce días, doscientos kilómetros. A su caminata se unen cientos, miles, quince mil personas. No sólo para presionar al gobierno y que libere a los terroristas encarcelados, sino para demostrar a la familia Shalit la solidaridad de un pueblo que envía a sus hijos a una guerra real, con balas verdaderas, donde, en aras de la sobrevivencia, verán la muerte a los ojos. Porque Israel no puede vivir con normalidad y sanar las cicatrices dejadas por el Holocausto. No. Debe enfrentarse, a diario, al odio de sus vecinos y del mundo.
Noam Shalit camina. Descansará cuando esté su hijo en casa, en Israel. El país que los judíos llamaron hogar. El que fue creado para que los judíos del mundo dejen de caminar sin rumbo.
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