Nuestra construcción cultural

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Agradezco profundamente a la Universidad Francisco de Vitoria y a la Universidad Internacional de La Rioja (UNIR) el honor de pronunciar unas palabras de apertura en este Congreso Internacional Hispanoamericano. El tema, Memoria y futuro del mundo hispánico en el contexto global, es relevante y actual. La sede, precedida por la noble figura de Francisco de Vitoria, es perfecta. La participación de un grupo distinguido y plural de voces académicas, literarias e intelectuales provenientes de varios países de nuestro orbe garantiza la discusión animada que esperan nuestros oyentes, muchos de ellos jóvenes, en el público real o virtual.

Abordaremos, según desprendo del programa, la situación actual de nuestra cultura entendida en los términos más amplios, como un conjunto de valores reflejados o encarnados en la lengua y la historia que compartimos. Exploráremos los legados diversos y complejos de nuestro pasado a través de aspectos fundamentales como el universo de la religión, las visiones historiográficas, las tradiciones filosóficas, el pensamiento político, las instituciones jurídicas y universitarias, y la zona más ecuménica y luminosa de las artes y las letras.

Deliberadamente he mencionado la palabra valores porque abrigo el deseo de que a partir de las deliberaciones de este Congreso Hispanoamericano lleguemos al menos a la conclusión de que, al margen de nuestros errores, injusticias y desventuras, algo valioso hemos construido a través de los siglos quienes a uno y otro lado del Atlántico hemos hablado, pensado, leído y escrito en español. Y, si es así, convengamos en la posibilidad de seguir construyéndolo.


HAZ DE VALORES

Hace apenas unos años, en el despertar del siglo XXI, no parecía haber dudas sobre esa construcción cultural hispanoamericana y sus horizontes creativos. La expansión que vislumbráramos no suponía una competencia a muerte con otros orbes. Nos habría parecido absurdo pensar la cultura en esos términos militares, políticos o económicos. Las culturas, entendidas como un haz de valores, no compiten así, no se anulan entre sí, no se empobrecen en el mutuo contacto. Por el contrario: crecen, se fecundan, aspiran a más, descubren mundos, se descubren a sí mismas. Así pensábamos muchos y así me lo parecía a mí cuando, en 2004, intervine en un Congreso de la Lengua en Córdoba (Argentina), con un texto que titulé El imperio del español y cuyo arranque –que hoy me provoca nostalgia– reflejaba aquel momento de optimismo:

«Hay un imperio bienhechor en el que no se pone el sol. Es el imperio del español; un dominio antiquísimo y moderno, cultural y espiritual, una nación virtual, sin fronteras, múltiple, cambiante y llena de promesas.

En España, los nuevos cruzados de la identidad nacional y lingüística construyen la posmoderna Torre de Babel en la que privan los soliloquios narcisistas del «nosotros» contra el «ellos». Tienen una idea militante de la cultura

El castellano, el español, es una de las lenguas más vivas y vivaces del mundo, y una de las que con más energía avanzan, no solo en el área geográfica que va cubriendo, sino en los variados acentos que adopta –tan distintos como pueden ser el andaluz, el yucateco, el porteño o el cubano–. Y desde tiempos medievales, nuestra lengua no ha dejado de producir una literatura excelente».

En un rápido recuento histórico inspirado sobre todo en la obra del eminente lingüista mexicano Antonio Alatorre, recordé la raíz inclusiva del español, presente desde su prehistoria y manifiesta en su capacidad para mezclar, incorporar y aceptar lo diverso, en una nueva y dinámica unidad, abierta a su vez al cambio incesante. El idioma español presenció la guerra, pero era la otra cara de la guerra: no un arma de combate entre credos irreductibles, sino un encuentro de culturas, un crisol de muchos metales, una conversación de civilizaciones plasmada de pronto, milagrosamente, en la adopción por un pueblo de la palabra de otro.

Esa vocación de mestizaje –dije entonces– marcó el encuentro, por demás sangriento y dramático –como toda conquista–, con el mundo americano. Entre las ruinas de los grandes Estados indígenas, trabajaron desde un principio los protectores de los indios y los estudiosos de sus lenguas y su historia. No querían tanto imponer el español como hacerlo convivir con los idiomas indígenas en el terreno de la fe católica. Fueron esos apóstoles quienes rescataron los idiomas indígenas, quienes compilaron sus diversas gramáticas.

Ese primer acto de reconocimiento de la humanidad del otro, de los otros, me parecía el presagio del vasto proceso de mestizaje que, a diferencia del orbe anglosajón, caracterizó en diversos grados nuestra historia cultural y social. Y la convergencia no había cesado al paso de los siglos. La cultura –con su haz de valores vitales, éticos, estéticos, literarios, intelectuales, religiosos– siguió edificándose, incorporando nuevas tradiciones asiáticas y europeas, al margen y a veces de espaldas a la política y sus vicisitudes.

Ese era el ánimo de principio de siglo. Mucho ha cambiado desde entonces, e importa reflexionar cómo y por qué. Pero admitamos por lo pronto que no hay uno solo de los valores que creíamos comunes que no esté ahora bajo sospecha, bajo asedio, en América y España.

USO DEL PASADO PARA FINES DEL PODER, NO DEL SABER

¿La historia compartida? En América, los políticos populistas usan y abusan del pasado para fines del poder, no del saber, propagando que la única y verdadera historia es la de los hechos disruptivos, sangrientos, lacerantes, la que pone el acento en las guerras y discordias, los saqueos y los ultrajes, los agravios y las heridas abiertas. Bajo esta óptica iconoclasta e incendiaria que erige la historia en tribunal, poco o nada hemos construido juntos en quinientos años. El mestizaje para ellos no es una realidad palpable a simple vista desde la gastronomía hasta la demografía, desde la toponimia hasta la religiosidad, sino una teoría racista inventada por las élites liberales del siglo XIX y revolucionarias del XX para fincar en ella su dominio.

En México los judíos podían moverse con libertad, pensar con libertad, hablar con libertad, profesar su religión o no profesarla con libertad. Comenzaron a ejercer libremente sus oficios y profesiones, y a enviar a sus hijos a la escuela. Bendecía el clima natural pero más el clima humano

¿La lengua compartida? En España, los nuevos cruzados de la identidad nacional y lingüística construyen la posmoderna Torre de Babel en la que privan los soliloquios narcisistas del «nosotros» contra el «ellos». Tienen una idea militante de la cultura. No la conciben como Herder, como una educación sentimental nacida del amor a un terruño, a una tradición, a unos ancestros, a una lengua y una literatura. La conciben como Fichte, como una forma de poder, para imponer la cultura al otro, para defenderla del otro. No han descubierto la posibilidad de que las personas tengamos identidades plurales.

No voy a argumentar, en este breve espacio, mis desacuerdos con esos nuevos autoritarismos históricos y lingüísticos. Advierto solo que el modo de refutarlos no está en colocarnos en el extremo opuesto de negar aquellos aspectos disruptivos o dolorosos de nuestra historia. Y tampoco es apelando a una supuesta y esencial «identidad hispánica» general como debemos confrontar las identidades particulares, supuestamente esenciales. La única solución es avanzar en el conocimiento, apelar al debate respetuoso basado en los hechos. Y confiar, de vez en cuando, en el sentido común que permite poner las cosas –en particular las teorías históricas y las palabras grandilocuentes– en su debida proporción.

JUDÍOS POLACOS INTEGRADOS EN MÉXICO

Permítanme ustedes entrar brevemente en un terreno autobiográfico para ilustrar ese uso del sentido común referido a la historia y la lengua. Nací en el seno de una familia judía que llegó a México a principio de los años treinta, en la antesala de la Segunda Guerra Mundial. Mis padres, mis abuelos y mis bisabuelos maternos encontraron en México un puerto de abrigo, pero sus correligionarios en Polonia y, al poco tiempo, en casi toda Europa serían exterminados. Entre ellos, un millón de niños. Lo que valoraron en México se resume en una palabra: libertad. Mi abuelo decía: «¡Yo buscaba la libertad! ¡Yo amaba la libertad! ¡Yo quería vivir libre, aunque comiera una vez al día, pero ser libre!» Y México le dio la libertad. En México los judíos podían moverse con libertad, pensar con libertad, hablar con libertad, profesar su religión o no profesarla con libertad. Comenzaron a ejercer libremente sus oficios y profesiones, y a enviar a sus hijos a la escuela. Bendecían el clima natural pero más el clima humano. Casi no podían creer la calidez, la hospitalidad y la cortesía del mexicano común. En México podían respirar sin sentir el odio milenario contra ellos. Y poco a poco se integraron a México. Se hicieron, de muchas maneras, mestizos judeo-mexicanos.

Mucho se destruyó, pero mucho se construyó también: instituciones, ciudades, pueblos, caminos, imprentas, libros, literaturas, costumbres y, sobre todo, un crisol cultural de valores y convivencia. Nada similar podría decirse de las barbaries del siglo XX

A partir de esa experiencia –extensiva a toda Hispanoamérica– se comprende mi aversión a las versiones puramente disruptivas que se refieren a nuestra historia con palabras como genocidio o exterminio. Pienso que les falta perspectiva, objetividad y humildad. Magníficas civilizaciones se perdieron, es verdad. La mortandad provocada por las pestes fue espantosa. La condición de los indígenas fue de supeditación. Mucho se destruyó, pero mucho se construyó también: instituciones, ciudades, pueblos, caminos, imprentas, libros, literaturas, costumbres y, sobre todo, un crisol cultural de valores y convivencia. Nada similar podría decirse de las barbaries del siglo XX.

Por lo que hace a las grandes disputas que vive España basadas en la identidad nacional y lingüística, mi familia también tendría algo que decir. El idioma de mis ancestros era el Yiddish. Es la lengua que usaba para hablar con mis bisabuelos, con mi abuelo materno, y con los viejos maestros del Colegio Israelita de México donde estudié en mi infancia y juventud. Creíamos que era una lengua viva, porque era milenaria, porque poseía una gramática propia y una rica literatura. Pero padecíamos una alucinación. El Yiddish era ya entonces una lengua muerta, asesinada en primer lugar por los nazis y después de la guerra por Stalin, que arrasó con el Yiddish prohibiendo su uso, sus instituciones educativas, sus libros, y exterminando en una sola noche de 1952 a sus principales poetas.

A partir de esa experiencia –solo comparable vagamente con el genocidio cultural que Putin intenta en Ucrania– se comprende mi escepticismo ante las versiones puramente disruptivas de nuestra historia lingüística. Pienso también que les falta perspectiva, objetividad y humildad. Frente a la suerte del Yiddish y su cultura, los idiomas y culturas que se imaginan irredentos gozan de buena salud.

EL ÁRBOL HISPANO DE LA LIBERTAD

Quisiera concluir mi intervención invocando las enseñanzas del maestro Silvio Zavala. Escribió que la experiencia hispanoamericana, arraigada en el pensamiento de Vitoria entre otros filósofos, plantó entre nosotros el árbol de la igualdad cristiana y la libertad natural. Tenía razón, aunque los beneficios fueron palpables en la vida social, decididamente no en la política o la intelectual. Pero, aun con esas salvedades, ese árbol hispano de la libertad suavizó en América los aspectos más dolorosos de la esclavitud, creó leyes e instituciones jurídicas de protección a los indios, introdujo reformas audaces en el crepúsculo del imperio, renovó su estructura conceptual y legal en la tradición liberal del siglo XIX, y llegó al XX lo suficientemente fuerte y generoso como para proteger la vida de los perseguidos de otras tierras, incluidos los de la propia España.

Ese árbol de la libertad, maltrecho por las dictaduras de todo signo, las revoluciones milenaristas y los populismos en boga, aún está en pie y todavía nos protege. Que su buena sombra presida también las discusiones de este Congreso, nos dé claridad para distinguir la verdad histórica y nos permita devolver –como predicaba Octavio Paz– la transparencia a las palabras.

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