Cuando el 18 de marzo el conteo de votos de las elecciones israelíes daba al partido Likud, del primer ministro Benjamin Netanyahu, 30 bancas de las 120 que conforman al Parlamento de su país, la integración de una coalición gobernante que debía concretarse a lo largo de los siguientes 42 días prometía ser miel sobre hojuelas. Descartando la alianza con las fuerzas políticas de centro e izquierda a las que había despreciado y calificado, poco antes de los comicios, casi como traidoras a la patria, le quedaban a Netanyahu suficientes socios potenciales entre los partidos religiosos y nacionalistas de derecha como para conseguir una cómoda coalición de 67 bancas. Esa cifra le daría suficiente espacio para repartir ministerios entre sus asociados y entre los miembros destacados del Likud, quedándose en manos de estos últimos los ministerios clave para mantener su control personal y seguir imponiendo, adecuadamente, su agenda política.
Sin embargo, unos cuantos días antes de que venciera el plazo para presentar el nuevo gobierno, el panorama cambió repentinamente: Avigdor Lieberman, ahora exministro de relaciones exteriores y máximo líder de un partido de derecha nacionalista radical que consiguió seis escaños en las elecciones y con el cual contaba Netanyahu para sumar las 67 bancas, anunció su decisión de no entrar a la coalición. Aduciendo que el gobierno en formación era “la encarnación del oportunismo” y “no lo suficientemente nacionalista”, ajustó cuentas personales que tenía con Netanyahu, dejándolo en una situación más que crítica.
Para tener gobierno, el primer ministro necesitaba al menos 61 escaños, y para conseguirlos tuvo que someterse a la extorsión de otros de sus potenciales socios, que aprovecharon la coyuntura para exigir más puestos ministeriales y prebendas a cambio de su imprescindible incorporación. Netanyahu se halló, así, al borde de perderlo todo y tuvo que transigir, ya que de no hacerlo, la ley preveía que el líder del segundo lugar en las elecciones —Itzjak Herzog— recibiría la encomienda de intentar él entonces formar la coalición.
Así las cosas, el ufano Netanyahu de las semanas previas se vio forzado, en las últimas horas que le quedaban, a entregar al último partido con el cual le faltaba negociar —el ultranacionalista y religioso “La casa judía”, encabezado por Neftalí Bennett— ministerios clave, como educación y justicia, que había calculado quedarían en manos de su gente del Likud. El resultado de todo esto es que, efectivamente, Netanyahu tiene ya un gobierno, pero de ninguna manera el que él había previsto. Se trata de un gobierno estrecho que a duras penas llegó al límite mínimo de 61 bancas.
Además de tal fragilidad, su configuración, básicamente, integrada por fuerzas religiosas y ultranacionalistas promete funcionar en sentido contrario a mejorar las relaciones de Israel con la comunidad internacional, especialmente, con Estados Unidos. También anuncia una mayor injerencia de elementos religiosos en la vida pública y la misma línea de parálisis que ha existido en los últimos años en cuanto al tema del conflicto con los palestinos. El único de los socios que se vislumbra como capaz de hacer algo por mejorar condiciones económicas y sociales del público israelí, —el partido Kulanu encabezado por Moshé Kahlon de orientación de derecha moderada— enfrentará serias dificultades para llevar adelante las reformas prometidas.
Tal situación augura que será un gobierno de corta duración en su perfil actual. Ya sea que caiga pronto o que en los próximos meses se recomponga mediante alianzas nuevas con elementos de la oposición y/o la salida de alguno de los que hoy están adentro, el gobierno que jurará la próxima semana no es, de ningún modo, uno que esté a la altura de los graves retos que enfrenta Israel.
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