“Nunca Jamás”, Dos testimonios sobre el Holocausto de residentes de Monterrey

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Samuel Wissberger

Gracias a una botas que le regaló un prisionero antes de morir, Bernardo Weissberger logró sanar su pie infectado y así burlar la cámara de gas destinada a aquellos que por enfermedad no podían trabajar.

Su hermano Samuel no corrió con la misma suerte. Bernardo vio, desde su lugar, como el doctor Mengele, conocido como el “Ángel de la Muerte”, retiró a su hermano de entre las filas para quemarlo porque encontrarse débil y enfermo.


Samuel Weissberger, hijo de Bernardo y quien lleva ese nombre en memoria de su tío, cuenta que los nazis llegaron al pueblo checo de Hrabovec y se llevaron a todos los judíos de ahí.

Algunos, como la familia de Bernardo, fueron entregados a los alemanes por sus vecinos.

En una estación de tren, Bernardo y Shamu, como le decía de cariño a su hermano, fueron separados de sus padres y dos de sus hermanas para jamás verlos de nuevo.

Juntos fueron llevados a un campo de labor llamado Majdanek, en donde hicieron trabajos forzados durante tres meses.

Samuel relata que su padre, forzado a trabajar con zapatos de madera, debía tomar las lápidas de un cementerio judío para hacer banquetas y caminos mientras aguantaba malos tratos y abusos crueles.

“Mi padre llega a Auschwitz a principios de julio de 1942, junto con Samuel, y comienzan a hacer trabajos de construcción, que después los alemanes usaban para ir aniquilando a la gente”, platica el vecino de la Colonia Vista Hermosa.

Uno de los peores sentimientos que le contó Bernardo a su hijo era el hambre y la intensa sed, por lo que el judío usaba su sombrero como plato para evitar que ninguna migaja del pan que recibía cada día se desperdiciara.

“Varios amigos que tenía que ya no podían, simplemente se iban caminando a la alambrado para que les dispararan”, relata el arquitecto, “preferían morir que soportar ese nivel de vida”.

Cuando los soviéticos ya estaban cerca de Auschwitz, los nazis partieron llevando consigo a los prisioneros que aún podían caminar.

Ya cerca de Munich, al no saber qué hacer con ellos, los soldados alemanes encerraron a los presos en unos vagones donde los abandonaron a su suerte.

Al ser liberados, muchos murieron al ingerir demasiada agua de un río cercano en la desesperación de no haber tomado el vital líquido en días.

“Ya que se recuperó un poco, sintió mucho coraje y quería regresar con una pistola al pueblo donde vivía”, cuenta Samuel.

“Iba dispuesto a vengarse de los alemanes y de la gente que lo entregó para quedarse con su casa y sus pertenencias”.

Sin embargo, en el camino se reencontró con dos de sus hermanos que habían escapado la guerra escondidos en el bosque y dejó esa idea por la paz, aunque regresó años después a Auschwitz para recordar a sus padres en el lugar donde murieron.

Pese que sobrevivió el terror, Bernardo no pudo escapar las fuertes depresiones que se apoderaban de él a lo largo de su vida.

Cargaba con terribles memorias y el número 44189 tatuado en el brazo.

Para conmemorarlo tras 6 años de su muerte, Samuel edificó un monumento en el cementerio judío de Monterrey. El negro simboliza la muerte, los ladrillos representan los crematorios y el blanco la esperanza.

Las seis velas en piedra que diseñó a un lado son para recordar a cada millón de judíos aniquilados durante el Holocausto.

“Lo hice en memoria de mi padre y un para dejar un legado a las nuevas generaciones que no se olviden esto”, expresa, “Que haya tolerancia entre todas las razas”.

Cuando se siente sin fuerzas para seguir cuando enfrenta un problema grave, el arquitecto se apoya en el recuerdo del sufrimiento de su padre y lo que tuvo que sobrellevar.

Él considera que lo sucedido trae consigo una lección que debe pasar a otras generaciones.

“Es importante no olvidar y ser tolerantes con otros pueblos y otras religiones”, indica.

‘Una pesadilla para siempre’

“Si te volteabas, te mataban”, le respondió Leo Hymowitz a su hija Janet cuando ella le preguntó por qué su familia no se esforzó por mantenerse unida mientras los organizaban en filas a su llegada a Auschwitz.

Janet Hymowitz de Wapinski

Debían hacerlo rápido: madres con hijos pequeños de un lado y hombres del otro, ésa era la orden, relata Janet Hymowitz de Wapinski, vecina de la Colonia Vista Hermosa.

Leo tenía 16 años cuando vio por última vez a sus padres.

Tampoco volvió a ver a cuatro de sus hermanos, todos fueron llevados directamente a las cámaras de gas en Birkenau, la primera parada donde seleccionaban a los que morirían, y que dirigía el nazi Josef Mengele, el “Ángel de la Muerte”.

“Ahí estaba el doctor Mengele decidiendo quién sí y quién no”, relata Janet. “Él le dijo a mi papá ‘Tú vete para allá'”.

Por ser carpintero y joven, Leo logró evitar la muerte, después fueron el optimismo y la fuerza de voluntad los salvavidas que abrazó en medio de la crueldad.

Fue tanto el terror y el abuso infligido por los nazis hacia los judíos, dice, que cuando Leo escuchó por las bocinas el anuncio liberador en el segundo campo en el que estuvo, Bergen-Belsen, no quiso bajar del techo de las barracas que estaba arreglando por miedo a que fuera una mentira más de los alemanes.

Una vez que terminó la guerra, Leo se reencontró con su única hermana que sobrevivió la guerra, Miriam. Desde ese momento no tocan el tema del sufrimiento vivido.

“Salimos de los campos de concentración y queríamos renacer, borrar todo y olvidar el dolor de perder a la familia”, cuenta la maestra de inglés sobre las palabras de su papá.

Leo regresó de la guerra sintiendo que ya no pertenecía a nadie.

Como hija de un sobreviviente del campo de concentración más grande de la Segunda Guerra Mundial, Janet relata que lo que más recuerda su padre, quien ahora vive en Nueva York, es el dolor que le provocó el hambre.

Su papá ya nunca sale de casa sin algo de comer, comenta, en la casa siempre había un caldo en la estufa y siempre que viajaban llevaba provisiones.

“Teníamos una alacena de emergencia, y eso no se le quitó nunca”, comenta.

En una entrevista videograbada, Hymowitz, quien lleva tatuado en el antebrazo “A-8935″, su clave de prisionero, explica que los domingos podían disfrutar de una comida con algo de carne y escuchar música clásica.

Momentos después seguía la “selección” de aquellos que morirían en las cámaras de gases para luego ser cremados.

Los domingos sin falla, también era el día en que ahorcaban a alguien por la más mínima infracción para intimidar a los demás.

Uno de los peores momentos para Leo fue durante la marcha final cuando los nazis sacaron de Auschwitz a todos los que pudieran caminar y los mantuvieron apretando el paso sin comer durante ocho días hasta Bergen-Belsen.

Leo, familiarmente llamado Laiba, sobrevivió comiendo yerbas.

Como a muchos otros hijos del Holocausto, la culpabilidad de haber sobrevivido, mientras su familia pereció, lo sigue acechando por las noches.

En su pesadilla más recurrente, Leo sueña que ve a su hermano menor pasar frente a su barraca camino a la muerte gritando: “¡Ayúdame, Laiba!”.

“Quizás el hecho de que le pasó a mi familia en particular”, dice Janet, “nos ha hecho más sensibles aún al sufrimiento humano a causa del racismo”.

Relatos tomados de el periódico “El Norte”, del 25 de Abril de 2005, sección Vida!, página 2.

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