Desde hace más de cinco años llegaron a Israel cerca de 35 mil eritreos y sudaneses en busca de refugio. Huían de genocidios y guerras sin fin, por lo que estuvieron dispuestos a atravesar regiones y desiertos plagados de peligros y abusos a fin de encontrar asilo en algún lugar que los acogiera. Las historias de sus periplos más que conmovedoras son estrujantes. Sin embargo, su integración al país fue dejada a la deriva por las autoridades israelíes, con una serie de políticas vagas y contradictorias que poco se apegaban a las normas internacionalmente establecidas para los países firmantes de la Convención de Ginebra para los refugiados. Un gran muro fronterizo fue construido para impedir la llegada de más solicitantes de asilo, pero quienes ya estaban en Israel han permanecido en un limbo legal que los ha hecho improvisar, cada quien como ha podido, su manera de sustento.
Todos ellos hablan ya hebreo y en numerosos casos han formado familias. A pesar de detenciones aquí y allá, muchos han cubierto clandestinamente puestos de trabajo que de otra manera tendrían que ser ocupados por mano de obra importada, debido a la falta de trabajadores locales para ese tipo de labores. Pero de cualquier forma, el actual gobierno, encabezado por Benjamin Netanyahu, ha decidido que esa masa de gente no cumple con los requisitos para calificarse como refugiados que han huido para salvar sus vidas y, por tanto, desde hace algunos meses anunció su decisión de deportarlos de regreso a África, a terceros países como Ruanda y Uganda, a pesar de las evidencias de que algunos de quienes en efecto han sufrido ese destino, han acabado asesinados o víctimas de la trata de personas.
Las órdenes de deportación emitidas por el gobierno israelí hace pocos meses deberían cumplirse ya por estos días. Pero ese plan se ha encontrado no sólo con obstáculos impuestos por la Suprema Corte Israelí, sino, sobre todo, con una fuerte oposición de considerables sectores de la sociedad civil israelí que se han movilizado de manera sostenida y eficiente a fin de impedir que las deportaciones se cumplan.
De ahí las manifestaciones frecuentes en favor de los refugiados en plazas de diversas ciudades con la asistencia de miles de personas; la organización de círculos de ayuda material y legal con el fin de apoyarlos; el establecimiento de cadenas para la atención educativa, sanitaria y de recreación de los niños de los refugiados; las protestas de agrupaciones de rabinos, escritores, académicos, pilotos de la línea aérea israelí El Al y estudiantes de las universidades, lo mismo que las sesiones en casas particulares donde los vecinos se reúnen para escuchar las historias de los refugiados y actuar de manera proactiva a fin de conseguir contrarrestar las órdenes de deportación.
Ésas, más otras acciones, como la difusión de creaciones musicales ad hoc para enfatizar lo mucho que hay en común entre el destino histórico que tuvieron los judíos como pueblo en permanente búsqueda de asilo y los actuales solicitantes africanos de refugio dan a la atmósfera nacional un aire de compromiso con una causa que se considera con posibilidades de triunfar. Hace dos días, en la tradicional cena de la pascua judía, en la que se recuerda la liberación de los hebreos de su esclavitud en Egipto, muchos hogares israelíes tuvieron como invitados a refugiados africanos. Siendo la fiesta que honra la libertad triunfante sobre la esclavitud, no había mejor manera de celebrarla que con un acto de evidente solidaridad. Con esa solidaridad que el aparato estatal no ha estado dispuesto a brindar, pero sí decenas de miles de israelíes que entienden las cosas de otra manera.
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