Oro, cuento para el mes de Nisán

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Las palabras salían de la boca de Adina tan rápido que sus padres sonrieron y dijeron: -Despacio, Adina. ¿La señora Gruen quiere que hagas qué? La pequeña Adina Gross de doce años explicó: La señora Gruen, una profesora de piano, vivía a unas cuadras de la casa de la familia Gross en Tel Aviv. Ahora que su bebita, Tsivia, tenía unos meses, la señora Gruen había empezado a dar clases de piano por las tardes. La señora Gruen había contratado a Lea Levy para que cuidara a Tsivia y lavara los platos del almuerzo durante su ausencia. Hoy Lea estaba enferma y cuando la señora Gruen vio a Adina en el makolet (almacén) esa mañana, le pidió que fuera a cuidar a su bebita.No muchos podían pagar una niñera en Tel Aviv en los años cincuenta. Había tantas cosas que una niña deseaba a los doce años y que su familia no podía darle… y este trabajo le ofrecía la posibilidad de hacer realidad algunos sueños propios.

-¡Fue tan divertido, Ima! -dijo Adina emocionada-, y tan fácil. Sólo una bebita para cuidar y unos cuantos platos del almuerzo para lavar. Hice todos mis deberes y me pagó ¡una lira la hora! Cuando volvió dijo que hice un buen trabajo. Le dije que podía ir todos los días si quería y estuvo de acuerdo. Le dije que primero les tenía que preguntar a ustedes pero estoy segura de que me van a dejar, ¿no? ¿Aba, Ima?, terminó esperanzada.

El señor y la señora Gross se miraron, algo estaba mal. Finalmente, el señor Gross dijo: -Adina, mamá y yo tenemos que hablarlo, pronto tendrás una respuesta.


Adina deseaba muchísimo el trabajo de niñera. Era casi demasiado bueno para ser real, ¿por qué no estarían de acuerdo sus padres? El señor Gross volvió a la habitación y se sentó al lado de su hija.

-Adina -dijo despacio.
-¿Sí, Aba? Puedo hacerlo, ¿no? -preguntó. -Adina, me temo que no. No estaría bien.
Adina no lo podía creer.
-Pero… pero ¿por qué? ¿Qué tiene de malo ser niñera para la señora Gruen?
-Pensémoslo un minuto -dijo el señor Gross-. Contame otra vez cómo conseguiste este trabajo.
Adina repitió la historia:
-La niñera de la señora Gruen, esta chica, Lea, estaba enferma y hoy no pudo ir. Entonces, la señora Gruen dijo que podía tomar el trabajo en vez de Lea. ¿Qué tiene de malo eso?
-Vos lo acabás de decir -dijo el papá de Adina-. Le sacaste el trabajo a Lea. ¿Por qué tiene que perder el trabajo, que por lo que sabemos lo necesita muchísimo, por haber estado enferma un día?
-Pero, Aba -protestó Adina- ¡la señora Gruen me dijo que podía tomarlo! Nunca voy a encontrar un trabajo como éste. ¿Y quién dice que Lea lo necesita más que yo? -agregó mientras pensaba en la nueva mochila y en otros pequeños lujos que ahora, nuevamente, estarían fuera de su alcance.
-Adínale, la señora Gruen estaba completamente satisfecha con Lea hasta que vos te cruzaste y le pediste el trabajo. Hasagat guebul, sacarle el trabajo al prójimo, es un cuestión muy seria. ¿Es eso lo que querés hacer? Y en cuanto a otro trabajo, ¿quién sabe? HaShem le da a cada uno exactamente lo que le corresponde. Si se supone que vas a tener dinero extra, lo tendrás. Si no, no. No puedo permitir que le saques el trabajo a otra persona. Pensálo -le dijo al irse de la habitación.

Adina quedó pasmada. Mordiéndose los labios y apoyando una mano contra sus mejillas repentinamente hirviendo, murmuró:
-Enseguida vuelvo -y se fue de la casa.

El panorama cotidiano de una típica tarde tranquilizó a Adina y empezó a caminar. Enseguida llegó a su parque favorito de la calle Grusenberg. Sentada en un banco vacío, repasó mentalmente la conversación con su papá. Adina todavía no podía entender su comentario que “si es tuyo, lo tendrás. Si no, no.” ¿De verdad es así?

Adina observó a dos mujeres, parecían madre e hija, que vinieron al parque y se sentaron en un banco cerca de ella. Sacaron unos sandwiches, se lavaron en una fuente cercana y hablaron mientras comían.
“Parecen contentas”, pensó Adina, “imagino que no perdieron sus trabajos”.

Seguía oyendo las palabras de su padre una y otra vez: “HaShem le da a cada uno exactamente lo que le corresponde”. Deseaba poder creerlo.

En un momento, las mujeres se marcharon, seguían sonriendo y hablando. Estaban demasiado concentradas en la conversación para darse cuenta de que las bolsas de papel de los sandwiches se habían caído debajo del banco donde se habían sentado.

El próximo en aparecer por el parque fue un hombre que obviamente era un mendigo. Adina se sobresaltó, nunca había visto a nadie tan patéticamente pobre. Su vestimenta no era más que trapos emparchados. Los zapatos estaban rotos. Llevaba una vieja bolsa andrajosa en el hombro. Con ojos hambrientos, el hombre exploraba el parque. Cruzaba por el pasto de un banco a otro recogiendo basura y examinándola. Volvía a tirar los papeles al piso pero cuando encontraba trozos de comida: mendrugos de pan, frutas tiradas, pedazos de galletitas, las envolvía cuidadosamente y las ponía en la bolsa.

Adina estaba horrorizada. ¡El pobre hombre tenía que recoger basura en la calle para comer! Se lamentó de no tener nada para darle ya que había salido de su casa sin nada. Observó cuando se agachó en el banco cercano a ella, donde habían estado las mujeres. Con una sonrisa de satisfacción, miró las bolsas que habían dejado. En una encontró un sandwich, en la otra unas galletas partidas. Casi cariñosamente, envolvió su tesoro y lo puso en la vieja bolsa. Con una última y rápida mirada por el parque, el mendigo se marchó.

“Creo que no estoy tan mal”, pensó Adina, “¿cómo imaginarse tener que vivir de basura?”
De repente, para sorpresa de Adina, las dos mujeres volvieron, pero ya no sonreían. La más joven estaba pálida y casi llorando. La mayor corrió al banco donde se había sentado, se agachó y empezó a buscar entre el pasto. La joven se dirigió a Adina:
-¿Viste a alguien en ese banco recogiendo algo, mirando? -Claro, sí -contestó Adina-. Había un mendigo ahí, buscando comida. Creo que encontró algo de pan y galletas, ahí donde estaban sentadas -dijo señalando el banco-. Las puso en su bolsa. Parecía contento cuando encontró tus bolsas.
-¡Oh, no! -dijo la joven lloriqueando-. Entonces, lo debe haber encontrado. Ahora nunca lo recuperaré.
-¡Javá, Javá, lo tengo! ¡Lo encontré! Estaba justo acá, debajo de una pata del banco, en el pasto -gritó la madre.
-Baruj HaShem -susurró Java al sentarse al lado de Adina. Su madre le dio una cajita blanca que ella abrió y mostró a Adina.
-Mirá -dijo.
Adina abrió los ojos. Dentro de la caja había un hermoso reloj de oro.
– Me acabo de comprometer y mi Jatán (novio) me regaló esto -explicó Javá al cerrar la cajita.
Adina asintió y dijo:
-“Mazal Tov”.
-Se lo mostré a mi mamá y vinimos al parque a almorzar -continuó la joven-. No me lo puse todavía porque primero quería que lo viera mi padre. Luego, de camino a casa, vi que no lo tenía. ¿Te imaginás el miedo que tuve cuando dijiste que un mendigo había recogido nuestras bolsas? Pero Baruj HaShem, está acá. Sin embargo, no puedo entender cómo no lo vio. Estaba justo ahí.

Javá se paró, saludó y se fue del parque con su madre sonriendo nuevamente. Adina también se paró para irse. Mientras regresaba a casa, pensó: “¡Qué historia! Un reloj de oro estaba ahí, frente a él y ni siquiera lo vio. Si hubiera encontrado ese reloj, habría tenido suficiente dinero para comprarse comida durante meses. Pero, en cambio, todo lo que encontró fue un pan viejo. Creo que realmente no se suponía que ese reloj fuera para él, por eso no lo encontró. Aba debe tener razón. Cada uno recibe lo que es para uno, ya sea pan o relojes de oro o… trabajos de niñera” pensó, sonriendo tristemente. “Es todo tuyo, Lea.

Si necesito un tabajo, encontraré uno en alguna otra parte. ¡Si se supone que lo tengo que tener… lo tendré!”

Extraído de Sucath David

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