Otra vez, la maldita borrachera

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Qué grave que el gobierno haya abandonado la regla de déficit cero de sus finanzas en 2009. Desde ese año, ha gastado más de lo que le ha ingresado, lo cual ha implicado un crecimiento de la deuda pública que este año será equivalente a más del 50% del Producto Interno Bruto (PIB). En este espacio he criticado esta política fiscal. Admito que tengo un prejuicio en contra de la deuda pública: soy hijo de las crisis económicas de los ochentas y noventa que se debieron, en gran medida, a la irresponsabilidad de los gobiernos de sobreendeudarse. No tengo nada en contra de la deuda cuando se utiliza para mejorar la productividad de un individuo, empresa o país. Es positivo que un joven se endeude para ir a la universidad y conseguir, después, un mejor ingreso. Es negativo si lo hace para irse a gastar el dinero a una cantina. El problema en México es que los gobiernos no se endeudan para construir mejor infraestructura (carreteras, aeropuertos, sistemas de agua potable, centrales eléctricas, etcétera), sino para gasto corriente que no le deja nada al país.

Veamos los números de este sexenio. Cuando terminó el gobierno de Calderón, la deuda pública era equivalente al 37.7% del PIB. Este año vamos a cerrar con un 50.5%. En cuatro años: un incremento del endeudamiento equivalente a 12.8 puntos del PIB. Ahora observemos la inversión pública como proporción del PIB. El último año de Calderón fue de 4.6%. Este año vamos a cerrar en alrededor de 3%. Estamos frente a una combinación letal: cada vez más deuda y cada vez menos inversión.

Cito, de nuevo, a Héctor Aguilar Camín quien ha dicho que, en el tema de la deuda, los gobiernos mexicanos son como alcohólicos que no saben parar, lo cual termina muy mal. Por eso es mejor la abstinencia: no tomar ni una gota. El problema es que, en 2009, el gobierno comenzó con una copita. Luego vino otra más. Con la llegada del PRI al poder en 2012 comenzó el consumo de botellas enteras. Y eso, como aquí advertimos, iba a terminar mal.


El destino ya nos alcanzó. Hoy, uno de los principales problemas del país es, otra vez, la maldita borrachera de la deuda pública. Hoy tenemos que sacar del viejo baúl de los años ochenta conceptos como el del “superávit primario” y estar al pendiente de lo que dicen los mercados de la nueva embriaguez. Estos días en que el gobierno ha presentado su Paquete Económico de 2017 he tenido un déjà vu. Ciertamente estamos lejos de las condiciones de las terribles crisis de los ochenta y noventa, pero sí nos encontramos en un brete que exige decisiones duras en materia de finanzas públicas. Ya no podemos patear el problema para adelante. El nuevo secretario de Hacienda tiene que entenderlo y actuar en consecuencia.

Por lo pronto ha presentado un Presupuesto preparado por el secretario anterior. Se queda corto en el esfuerzo fiscal que se requiere. Han anunciado un recorte al gasto programable de 239.7 mil millones de pesos. De éstos, 175.1 mil millones ya los había anunciado el entonces secretario Videgaray en abril de este año. Luego entonces, el recorte extra es, en realidad, de 64.6 mil millones. Nada: representa el 1.3% del total de un Presupuesto propuesto de 4.8 billones de pesos.

Las calificadoras ya se dieron cuenta que esta propuesta, que le heredó Videgaraya Meade, no va a resolver el problema. En palabras de Joydeep Mukherji de Standard & Poor’s: “Es filosóficamente similar en orientación a lo visto en años anteriores, no hay nada sorprendente en el presupuesto. Está en línea con la tradición de Hacienda. No ha cambiado nada de nuestra percepción de calificación”. El sector privado también alertó, por medio del Consejo Coordinador Empresarial, que el recorte propuesto “será insuficiente para frenar el crecimiento de la deuda”.

Hay quienes piensan, como Enrique Quintana, reconocido especialista en economía, que un recorte más agresivo “habría generado un fuerte impacto recesivo en la economía”. Quizá. Pero otra cosa que aprendimos de las crisis anteriores es que no conviene una tendencia inercial de hemorragia lenta y pausada sino una terapia de choque que le permita a la economía salir rápido. El presidente Zedillo fue implacable en 1995 en su política fiscal. Para 1997 el problema había sido superado. El costo político fue enorme para el partido del Presidente, el PRI, que perdió las elecciones de 1997 y 2000. Pero no tuvimos una crisis económica sexenal. Eso salvó la imagen de Zedillo y su secretario de Hacienda, Guillermo Ortiz. Peña y Meade deberían seguir este ejemplo aunque los costos políticos sean altos. Porque, de lo contrario, acabarán siendo aún más onerosos.

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