Pacto de Estado

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Lo secundario no puede llevarse por delante lo principal. Lo secundario: los intereses clientelares de los partidos. Lo principal: la nación, en trance de ser destruida.

En la noche electoral, yo escribía que, a falta de acuerdo entre las tres fuerzas constitucionalistas (PP, C’s y PSOE) para un gobierno de coalición amplia, Cataluña podría proclamar “mañana mismo” su independencia. Dije lo de “mañana” como hipérbole. Se publicó la columna el lunes. El martes, CUP y Juntos por el Sí cerraban su acuerdo. A falta sólo del refrendo asambleario el domingo, es hoy más que probable que el primer gobierno catalán independiente se constituya la semana próxima. No hay sorpresa. Ni el más necio desaprovecharía una ocasión así: con Madrid en sede vacante, el golpe de Estado en Barcelona puede desplegarse sobre la hipótesis óptima; y Mas alcanzará el sueño de quedar blindado frente a sus procedimientos penales; gratis.

Cuando eso se consume –la semana que viene, muy probablemente–, España habrá cerrado su ciclo histórico: no hay España sin Cataluña. Y los políticos que desde Madrid hayan hecho posible llegar a esa tragedia quedarán infamados para siempre. Sus nombres, en los libros de historia futuros, quedarán como sinónimo, aún más que de horror, de asombro para quienes deban analizar sus estrafalarios comportamientos y su primordial egoísmo.


Sus nombres quedarán. Y sus identidades de partido. Nombres e identidades que sobrepusieron el peso de venales intereses privados a la existencia del país cuya constitución habían jurado defender.

Con los datos de las elecciones a la vista, no existen en España hoy más que dos opciones: o bien la formación de un gobierno de unidad entre los tres grandes partidos todavía nacionales, o bien la inmediata convocatoria de elecciones. Sin la urgencia de la amenaza independentista de Mas y la CUP en Cataluña, cualquiera de ambas opciones sería por igual legítima. Con la proclama de esa independencia en puertas, el plazo de dos o tres meses de gobierno precario, que la convocatoria de elecciones exige, generaría un vacío de poder en cuyo caldo de cultivo la fractura triunfaría fatalmente.

Ante una emergencia tan extrema, la pregunta se impone: ¿qué es lo que impide que una gran coalición, dotada de la mayoría necesaria para afrontar conflictos tan duros, pueda configurarse? No es fácil entender que la amenaza de secesión en una parte del territorio nacional no sea motivo suficiente para borrar cualesquiera diferencias. No es fácil entenderlo, al menos, en términos de estricta racionalidad política. Pero los partidos parecen jugar en un doble territorio muy vidrioso: el de las vagas mitologías y el de los concretos sueldos.

Las viejas mitologías sobre las cuales funciona la confrontación metafórica entre “izquierda” y “derecha” no tienen hoy más soporte que el de un retórico anacronismo: un guerracivilismo que, al cabo de tres cuartos de siglo, mueve sólo a lástima. En lo material ¬–y, en especial, en lo económico– , los programas de los tres partidos son casi idénticos. No puede ser de otro modo: la economía de la UE se decide en Bruselas, no en Madrid. Por fortuna.

Esas mitologías sirven para ocultar. Lo repugnante. Que la mayor parte de los políticos españoles son gentes sin más oficio que su cargo político. Perder el poder –o reducirlo– es, para los partidos, perder una multitud de sueldos: esos que pagan la fidelidad de la clientela.

El modelo está muerto. O pacto de Estado o final de partida. Afrontemos eso.

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