Palestina: Ser o no ser no es la cuestión

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Si Abu Mazen, alias Mahmmud Abbas, presidente de la Autoridad Palestina de verdad quisiera tener un estado, no tendría que haber ido a las Naciones Unidas para obtenerlo, le habría bastado aceptar el llamamiento al diálogo y sentarse con el gobierno israelí para intentar resolver los temas en disputa. Pero no ha querido hacerlo. Ahora bien, rechazando la propuesta de Netanyahu, despreciando las sugerencias de Obama y desdeñado el plan de Sarkozy, Abbas ha dejado bien claro que es independiente de lo que le sugieren los demás, pero sigue sin ser un Estado. Con su actitud sólo ha logrado que él y todos los demás pierdan. Pierde América, incapaz de doblegar a los palestinos evidenciando esa pérdida creciente de influencia en la zona; pierde Israel, que vuelve a ser sujeto de todo tipo de críticas; y pierde el propio Abbas, quien regresa a su tierra con las manos vacías. Los únicos que ganan son sus enemigos más mortales, los palestinos de Hamas quienes van a hacer de su fracaso el mazazo que acabe con lo que le quede de autoridad.

¿Cómo explicar el empecinamiento suicida del líder palestino? Sólo se puede recurriendo a la historia. En noviembre de 1947, las Naciones Unidas aprobaban la división del mandato británico sobre Palestina en dos estados: Israel para el pueblo judío y Palestina para los árabes (en aquel entonces no había cuajado aún la identidad palestina, un invento muy posterior de Yassir Arafat). Israel sería el 58 miembro de la ONU y Palestina el 59. Los israelíes aceptaron de buen grado la división, pero los árabes no. El entonces secretario general de la Liga Árabe, el egipcio Azzan Pasha, declaró: “el mundo árabe ve a los judíos como invasores. No puede haber compromiso. La guerra es inevitable”. Dicho y hecho, seis meses más tarde, en el New York Times de 15 de mayo de 1948, se podía leer en portada: ” los sionistas proclaman el Estado de Israel. Truman lo reconoce y tiene esperanzas de paz. Tel Aviv es bombardeada. Egipto ordena la invasión”. Sin respiro.

Como sabemos, los seis países árabes atacantes no fueron capaces de cumplir su sueño de erradicar al recién declarado estado de Israel y sufrieron una estrepitosa derrota militar. Pero una cosa quedó clara: no les importaba para nada un estado palestino. Lo que no aceptaban era un estado del pueblo judío. Y tal fue su rechazo que, impenitentemente, volvieron una otra vez a sus andadas, con igual resultado, a comienzos de los 50, en el 67 y en 1973. Humillados militarmente, los países árabes abandonaron su objetivo de barrer con sus tanques, soldados y aviones el pequeño estado de Israel, pero nunca abandonaron el rechazo a su existencia. Dos intifadas, cientos de ataques terroristas y las cartas fundacionales, aún en vigor, de Fatah y Hamas lo atestiguan: lo que quieren es que Israel deje de existir.


Es fácil, como hace nuestro insigne Javier Solana, echar la culpa de la desesperación palestina al actual primer ministro israelí, Benjamín Netanyahu. Pero no por fácil es correcto. En el año 2000 su correligionario ideológico, el socialista Ehud Barak, hizo el mayor ofrecimiento de paz que se podía realizar, pero Arafat lo rechazó porque sabía que sin conflicto él no era nadie; ocho años después, el centrista Ehud Olmert iba todavía más lejos, cediendo el 98% de los territorios en disputa, la división de Jerusalén y pingües compensaciones económicas para los refugiados. Abbas los rechazó. Los israelíes lo han intentado todo, paz por tierra; diálogo; desenganche unilateral…pero siempre han obtenido lo mismo: Terroristas suicidas y miles de cohetes sobre sus cabezas. Porque los líderes palestinos, a la hora de la verdad, siempre han preferido la guerra contra Israel a la paz y, por tanto, a su Estado.

Los Solanas, Moratinos y Jiménez del mundo denuncian la provocación del actual gobierno de Jerusalén porque sigue con la expansión de los asentamientos y, según ellos, minando la posibilidad de todo diálogo. Sólo se les puede exculpar por su ignorancia, salvo que se crea en su mala fe. Para empezar, nunca el tema de los asentamientos fue un punto relevante en las negociaciones, como lo ponen de relieve los acuerdos de Oslo. Lo son ahora porque Obama les otorgó un protagonismo desmesurado hace un año y medio. Y, en todo caso, se silencia que bajo Netanyahu no se ha concedido licencia alguna para crear nuevos asentamientos. Cero. Sólo se ha permitido la construcción de 2.830 casas en asentamientos cuyo aumento de población así lo requirieran y siempre dentro de sus límites geográficos. ¿Mucho? Mucho menos que las 5.126 licencias concedidas por Ehud Olmert, por ejemplo. También se olvida la moratoria de diez meses sin construir para que los palestinos volvieran a la mesa de negociación que no sirvió para nada.

En fin, en estos días se ha criticado mucho el proceso, el error de Abbas de ir a la ONU, porque complicaría cualquier posibilidad de acuerdo a corto plazo. Pero, además, el plan de Abbas hay que rechazarlo por la sustancia. Abbas hoy, como Arafat ayer, se aleja de la paz con la excusa del reconocimiento retórico de un Estado que no existe y que no puede existir contra Israel, el estado judío que él sigue sin querer aceptar. Ese es el problema, que desea más que Israel deje de existir a que nazca su estado palestino.

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