¿Para qué sirven (y para qué nunca servirán) los intelectuales?

Por:
- - Visto 1158 veces

A lo largo de los años la palabra “intelectual” ha sido utilizada en contextos tan variados que casi ha perdido sentido. Por ejemplo, vemos que cada partido, al tratar de legitimar sus posturas, pone a sus intelectuales en la primera línea de batalla, justo frente a las cámaras. O incluso bajo ese membrete se incluye casi peyorativamente a académicos, escritores, filósofos o cualquier otra persona que externe ideas y sea leído.

Sin embargo, todo Estado necesita de personas que, al darle un sustento discursivo al régimen, lo legitimen. También son necesarios para promover cambios al interior de la sociedad a la que pertenecen.Sirvan estas notas para dar algunas reflexiones sobre lo que es un intelectual, lo que no es y su razón de ser en una sociedad moderna.


¿Qué es un intelectual?

Es difícil dar una definición sin caer en lugares comunes o términos peyorativos. Por ejemplo, Eisenhower llegó a decir que un intelectual es un hombre que usa más palabras de las necesarias para decir más cosas de las que realmente sabe.

Sin embargo, una definición más veraz la proveyó Michel Wincock: alguien que ha adquirido una cierta reputación por sus obras –casi siempre un escritor o filósofo– y la utiliza para intervenir en el campo político, que originalmente no es el suyo[1] De acuerdo con el autor, estas figuras surgieron a finales del siglo XIX y tuvieron su época de auge durante el XX.

Hoy día la elevación del nivel cultural de la sociedad, la aparición de medios como internet y la parcialización de las causas han llevado a la desaparición de grandes figuras que servían de referente a la sociedad, quedando intelectuales especializados en temas específicos.

¿Intelectuales al poder?

Como parte del desencanto que padece la ciudadanía frente a su clase política, aparecen reclamos para que asuma el poder la gente “capacitada”. Entre ellos se suele mencionar a intelectuales. Incluso de cuando en cuando uno de ellos declara sus intenciones para algún cargo público. ¿Es una buena idea?.

La tentación de darle poder a los intelectuales es tan vieja como la Grecia antigua. Ya en el siglo IV antes de nuestra era, Platón proponía el gobierno de un rey filósofo. Incluso intentó fundar su propia utopía, la cual terminó en fracaso. ¿Serían buenos gobernantes los intelectuales?.

La experiencia ha mostrado repetidas veces que no es lo mismo proponer que instrumentar. En este sentido un intelectual no tiene necesariamente las habilidades que un político. Las vocaciones son distintas. Además, no es fácil que un hombre de pensamiento sea fácil de impresionar frente al poder.

Lo anterior le sucedió a Martin Heidegger en 1933, tras el ascenso del nazismo. El filósofo rápidamente decidió poner su ideología al servicio del nuevo régimen. Según sus biógrafos, al año se desilusionó del sistema. Sin embargo, fue para bien o para mal el único pensador que, habiendo sido converso de Hitler, nunca se retractó al terminar la Segunda Guerra Mundial.

¿Cómo sería un país gobernado por intelectuales? Tal vez no sería muy distinta a la isla flotante de Laputa, la cual visitó Lemuel Gulliver en su tercer viaje según Jonathan Swift: un lugar donde la comida está decorada para semejar instrumentos musicales, y todos tienen un paje con una bolsa de arena atada a un hilo cuya función es hacer que salgan de su ensimismamiento al relacionarse con los demás.

Entonces, ¿qué hacemos con los políticos? Es una gran pregunta y nadie sabría responderla con exactitud, aunque a final de cuentas son necesarios en sociedades complejas como la nuestra. Una forma (imperfecta, claro, pero esencial) de hacer que funcionen es hacerlos responsables ante la ciudadanía por medio de la competencia, repetidas veces, por el mismo puesto.

¿Hay intelectuales “independientes”?

Quizá todos hemos llegado a tener una imagen idílica del intelectual similar a ésta: una persona dominada por su inspiración que se convierte en oráculo e inspiración del rumbo nacional. Sin embargo, nadie crea de la nada. A decir verdad, todos dependen en mayor o menor medida de otras personas.

Es raro el intelectual que sea económicamente independiente. Eso lo supo Voltaire en el siglo XVIII y por ello se preocupó de hacerse rico antes de ponerse a escribir. Otro pensador que logró su autonomía fue Karl Kraus a principios del siglo XX, a través de vender una revista que sería el compendio de su obra: Die Fackel. Pero ellos son las excepciones que confirman la regla.

Lejos de ese estereotipo, un intelectual casi siempre dependerá del patronazgo de personas o instituciones que manejen recursos económicos, llámense gobierno, instituciones privadas o partidos.

Y estos mecenas no suelen otorgar apoyo gratuito –al menos no para que les peguen, como alguna vez dijo el ex presidente López Portillo– ¿Es algo “bueno” o “malo”? De ninguna forma: así son las cosas. En el siguiente apartado se hablará de esto con mayor detenimiento.

Dejemos a un lado la dependencia económica. Todos los intelectuales (al menos los que tienen ideas y no ocurrencias, parafraseando a Octavio Paz) siguen alguna escuela de pensamiento, la cual los hace afines a un partido o régimen determinado.

Expresiones de esto son tanto el intelectual “comprometido” como el “orgánico”. También el individuo puede abrazar una corriente y rebelarse contra ésta como un disidente. ¿Hay alguna escuela de pensamiento que sea “mejor” que otra? De eso trata el debate entre ellos, y es en ese contraste de posturas donde se distinguen a los pensadores auténticos de los que creen que pueden someter al otro a fuerza de calificativos

Entonces, ¿para qué sirven los intelectuales? Si todos los intelectuales siguen una escuela de pensamiento o patronazgo, ¿son innecesarios? De ninguna forma: son relevantes tanto para legitimar a un régimen como para impulsar un cambio social, toda vez que influyen en las ideas de la sociedad y de esa forma moldean percepciones y creencias.

Todo régimen ha tenido a sus propios pensadores y artistas, quienes generan discursos, percepciones, costumbres, modas y actitudes que apuntalan a un régimen. En el antiguo Egipto, Zoser se apoyó de Imhotep, quien diseñó la primera pirámide y con ello alteró la actividad económica y organización social por siglos. Pericles recurrió a Fidias para crear los templos y esculturas que mostrasen la grandeza de Atenas. Augusto necesitó de Virgilio para darle identidad a Roma a través de la Eneida. Luis XIV de Francia fue activo patrón de artistas como Moliere y Lully.

La lista que se podría hacer es interminable y abarca a toda civilización y sistema de gobierno desde la antigüedad hasta nuestros días. Mal haría un gobernante al ignorar este hecho, pues corre el riesgo de caer frente a los grupos o personas que enarbolan los símbolos o discursos que acepta el pueblo.

En el lado contrario, los grupos que en su momento fueron opositores se han apoyado en sus propios intelectuales y artistas, como figuras “testimoniales”, de “resistencia”, “alternativas” o “precursoras”. Posiblemente muchos no han llegado a contar con tantos recursos como los que maneja el gobierno, pero hemos visto una y otra vez la forma en que desquitan eso cuando su grupo llega al poder.

Por lo tanto, los intelectuales realizan una labor importante. Y en ese intercambio de ideas logran la movilidad social y el progreso. Naturalmente, requieren muchas veces del apoyo de artistas y de divulgadores.

México y sus intelectuales

Como todo régimen político a lo largo de la historia, el que surgió de la serie de guerras civiles que conocemos como la “Revolución Mexicana” tejió sus propios mitos legitimadores para justificar el sistema político que se había diseñado.

Para dar un breve resumen, el régimen que resultó era estatista, corporativista y centralizado, donde una persona (el presidente) tenía la capacidad para agrupar las lealtades al controlar el acceso a los cargos públicos. Las relaciones sociales se regían por este arreglo, pues la cercanía con el partido en el poder era indispensable para progresar.

Sin embargo, este sistema requería para sobrevivir de la menor movilidad social posible: un cambio en las relaciones, la pluralidad o cultura podría llevar a su cuestionamiento.

Por lo tanto, este sistema tenía su mito legitimador: el nacionalismo revolucionario.

A grandes rasgos se le puede definir por cuatro grandes series de actitudes y postulados: 1) una desconfianza hacia las grandes potencias (especialmente Estados Unidos), acompañada de dosis variables de xenofobia y de antiimperialismo; 2) una afirmación de las nacionalizaciones como forma de limitación de la propiedad de la tierra, del control de los recursos naturales y de la concentración de capital; 3) un amplio Estado, fuerte interventor, cuya fuerza excepcional es legitimada por su origen revolucionario; 4) una supervaloración de la identidad mexicana como fuente inagotable de energía política[2].

Para apuntalar este discurso los intelectuales fueron clave. Generaron una historiografía maniquea, donde no sólo el actual régimen era la continuación y culminación de cuanto había sucedido desde principios del siglo XIX, sino que también se presentaba al mexicano como eterna víctima de conspiraciones extranjeras. La ciencia política y el derecho se convirtieron en herramientas que apuntalaban la legitimidad del sistema, donde la norma se convirtió en un programa a desarrollar en el futuro y la convención regía. Conforme el régimen entró en declive a partir de los años ochenta, se reforzó esa tendencia de tal forma que la Constitución se volvió un texto aspiracional y confuso.

A lo anterior se agregó un discurso que, al describir lo que se conocería como la “esencia nacional”, justificaba cuanto le acontecía a la nación y justificaba de esa forma al régimen: la mexicanidad. Aunque algunas de sus características se definieron durante los años treinta como una reacción al nacionalismo revolucionario con El perfil del hombre y la cultura en México de Samuel Ramos (1938), el régimen absorbió para sí a esa corriente.

Bajo este argumento no es casual que las obras más emblemáticas de este discurso se hayan publicado durante los años cincuenta, mientras se consolidaba el régimen revolucionario: El laberinto de la soledad de Octavio Paz, En torno a la filosofía mexicana de José Gaos, La filosofía como compromiso de Leopoldo Zea y Análisis del ser del mexicano de Emilio Uranga, por citar algunos.

El argumento central era fácil de entender y sonaba plausible: los mexicanos somos el producto de la violación de los españoles hacia los indígenas, y por ello sufrimos de una herida traumática. Lo anterior, decían, nos hace diferentes y ajenos al resto del mundo. Gracias a ello explicaban todas las conductas antisociales de la nación, desde la corrupción, pasando por el abismo entre las normas y las conductas hasta la personalidad ceremoniosa y el lenguaje rebuscado.

El discurso fue socializado a lo largo de varias décadas a través del sistema educativo. De esa forma, el régimen ganó legitimidad y se justificó a través de una reconfortante resignación por parte de la población. A final de cuentas, para muchos es más consolador pensar que fueron rebasados por circunstancias ajenas a su control que responsabilizarse de su destino. Como decía la sabiduría política de aquella época, “origen es destino”. O “cada país tiene el gobierno que se merece”

De esa forma, el sistema político, al oponerse a todo cambio que pudiera hacer peligrar su estado, fomentó una imagen de inmovilismo para legitimarse. Y su nueva casta sacerdotal la constituyeron los teóricos de la mexicanidad. Sus oráculos se pueden resumir en estas líneas: tras elogios más o menos abiertos al presidente en turno según el grado de independencia del poder que afirmaban tener, se elogiaban los avances de otros países gracias a las reformas que se debatían. Sin embargo, proseguían, las características especiales de nuestro país hacían inviable que se aplicaran; y sustentaban esta opinión con base en la historiografía oficial. Finalmente justificaban el estado actual argumentando que México debía encontrar su propio camino, en apego a su particular idiosincrasia. Es decir, se le daba un sustento pseudocientífico al ya proverbial “sí, pero no” del viejo régimen.

Como salida se ofrecían planteamientos vagos que buscaban mantener la pasividad. Por una parte se esperaba que un cambio cultural transformaría eventualmente al mexicano y la imagen que tiene de sí. La otra salida era esperar a que un día se eligiera a una figura providencial que nos sacara del subdesarrollo por su férreo liderazgo y voluntad para hacer las cosas. Sin embargo, el discurso de la mexicanidad tiene una falla de origen. En sus divagaciones metafísicas, los teóricos de la idiosincrasia nacional se centraban en el drama del mestizaje en lugar de revisar las reformas que se instrumentaban para controlar a la sociedad. Para ellos, como sucede con un trauma, las conductas de la nación eran reflejo de los padecimientos sufridos durante la Conquista, eximiendo de responsabilidad al régimen que servían de manera consciente o involuntaria.

Es difícil saber si el viejo régimen fue muy bueno al socializar sus valores o si tuvieron éxito porque contaron con décadas de adoctrinamiento. Lo cierto es que, en mayor o menor medida, rigen las percepciones de gran parte de la población.

El PAN llegó al poder con una doctrina completamente distinta al nacionalismo revolucionario. Sin embargo, poco se ha hecho para socializarla y darle legitimidad al cambio de partido en el poder. Lejos de impulsar a sus propios intelectuales, se ha dado reconocimiento a teóricos y pensadores del PRI. Y eso no sólo limita al partido sino merma las posibilidades de un cambio democrático. Se han dejado pasar más de diez años sin llevar a la práctica una de las más elementales prácticas de poder.


[1] Michel Wincock, El siglo de los intelectuales (España: Edhasa, 2010).

[2] Lo anterior se explica con mayor detalle en “La mexicanidad, un discurso agotado”, publicado en el blog de Gurú Político: http://www.gurupolitico.com/2011/01/lamexicanidad-un-discurso-agotado.html.

Acerca de Fernando Dworak

Licenciado en Ciencia Política por el Instituto Tecnológico Autónomo de México (ITAM) y Maestro en Estudios Legislativos en la Universidad de Hull, Reino Unido. Fue Secretario Técnico de la Comisión de Participación Ciudadana de la LVI Legislatura de la Cámara de Diputados (1994-1997). Durante los trabajos de la Comisión de Estudios para la Reforma del Estado, fue Secretario Técnico de la Mesa IV: “Régimen de gobierno y organización de los poderes públicos” (2000). En la administración pública federal, fue Director de Estudios Legislativos de la Secretaría de Gobernación (2002-2005). Ha impartido cátedra, seminarios y módulos en diversas instituciones académicas nacionales. Es Coordinador Académico del Diplomado en Planeación y Operación Legislativa del ITAM. Es coordinador y coautor de El legislador a examen. El debate sobre la reelección legislativa en México (Fondo de Cultura Económica, 2003). En este momento, se encuentra realizando una investigación sobre las prerrogativas parlamentariasy e scribe artículos sobre política en diversos periódicos y revistas.

Deja tu Comentario

A fin de garantizar un intercambio de opiniones respetuoso e interesante, DiarioJudio.com se reserva el derecho a eliminar todos aquellos comentarios que puedan ser considerados difamatorios, vejatorios, insultantes, injuriantes o contrarios a las leyes a estas condiciones. Los comentarios no reflejan la opinión de DiarioJudio.com, sino la de los internautas, y son ellos los únicos responsables de las opiniones vertidas. No se admitirán comentarios con contenido racista, sexista, homófobo, discriminatorio por identidad de género o que insulten a las personas por su nacionalidad, sexo, religión, edad o cualquier tipo de discapacidad física o mental.


El tamaño máximo de subida de archivos: 300 MB. Puedes subir: imagen, audio, vídeo, documento, hoja de cálculo, interactivo, texto, archivo, código, otra. Los enlaces a YouTube, Facebook, Twitter y otros servicios insertados en el texto del comentario se incrustarán automáticamente. Suelta el archivo aquí

Artículos Relacionados: