Paradoja de Israel

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¿Puede un Estado democrático hacer guerra eficaz a una tiranía? ¿Puede vencer como Estado sin destruirse como democrático?

Es el dilema al cual, desde su nacimiento, se halla enfrentado Israel. Perder una sola escaramuza implica desaparecer; y ver a su población “arrojada al mar”, conforme a la fórmula programática que esgrimen sus vecinos árabes, desde el inicio de esta permanente guerra en 1948. Ganarlas sin respetar los principios fundadores que hacen de Israel una de las democracias más garantistas del planeta, implicaría una derrota moral de la cual Israel saldría herido de muerte.

El desenlace de una guerra –de toda guerra– se decide por el factor sorpresa. Del cual, el primer teórico militar, Sunzi, hacía postulado básico en el arte castrense: “La guerra es arte de engañar. Así, si eres capaz, finge incapacidad; si estás preparado para entrar en combate, finge no estarlo; si te encuentras cerca, finge estar lejos; si te encuentras lejos, finge estar cerca”.


Sunzi no entendería el comportamiento de ese que es hoy considerado el ejército más moderno del mundo. Un ejército que, en vez de hacer el uso súbito y masivo de una fuerza para el cual está altamente cualificado, avisa al enemigo de sus intenciones con 48 horas de antelación. E informa a la población enemiga de cuáles van a ser las zonas bombardeadas, para que pueda abandonarlas. Una renuncia así al efecto sorpresa es, en lo militar, si no una apuesta por la derrota, sí una explícita apuesta por la no-victoria.

No hay explicación militar. No puede haberla. La hay moral. Israel nació sobre la apuesta ética de los supervivientes de la Shoá, la mayor matanza civil de la historia humana. Y el respeto a la población –aun a la que protege al enemigo– es, para Israel, condición de existencia. Puede que no bombardear masivamente y por sorpresa la Gaza desde la cual Israel está siendo bombardeado, sea una opción militarmente suicida. Bombardear en masa e indiferenciadamente los núcleos de población en los cuales se escudan las lanzaderas de Hamás, sería aniquilar la irrenunciable superioridad del pueblo que lucha sin cuartel por una condición más digna de la existencia humana.

Frente a Israel no hay más que fanatismo religioso y barbarie política. En todas sus fronteras. Gentes a las cuales no importa lo más mínimo diluir santabárbaras y lanzaderas en el tejido de las zonas más densamente pobladas de su pueblo; incluidas escuelas, mezquitas u hospitales. Es lógico que así sea, cuando lo único que tiene valor es ese otro mundo en el cual dotará Alá a sus guerreros de lotes estupendos de huríes siempre vírgenes. Es lógico que así sea, cuando la dignidad y la libertad humanas valen cero.

Y la trampa en la cual Israel ha evitado dejarse atrapar durante ya más de sesenta años es ésa: la de ceder a la tentación de una victoria militar fulgurante y casi gratuita. Que arrastraría una muerte moral irreversible.

Quienes amamos a Israel, lo amamos exactamente por renunciar a esa victoria. Y a esa muerte.

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