Acabo por volver siempre a esta ciudad. Desde hace casi medio siglo. La veo envejecer. Eso me digo, pero sé que es falso. Envejezco yo. Y, conmigo, mi mundo. Que sólo reconozco con esfuerzo.
La estatua de Marianne, en el centro de la plaza parisina de la República, es el improvisado altar de la patria en el cual se acumulan velas, flores, lamparillas, fotos, textos, que la lluvia, poco a poco, ha desleído. Tomo el camino del Boulevard Voltaire. Al volver la vista en despedida, percibo, algo más alto en el pedestal del monumento, un girón negro de papel pegado: Je suis Char… Sólo entonces realizo que hace menos de un año de lo de Charlie Hebdo. Ni siquiera la inclemente lluvia de París ha deshecho aún del todo los últimos restos de aquellos carteles. Vine entonces. Vuelvo ahora. Camino por el Boulevard Voltaire. La disparatada pagoda del Bataclan me fuerza a volver al presente.
¿Qué ha cambiado en estos diez meses que van de aquel enero de Charlie Hebdo al viernes sangriento de la semana pasada? Igual es la serenidad de los ciudadanos. Igual, el duro empeño de sobreponerse al golpe sin mostrar flaqueza. Idéntico estoicismo. Pero todo es distinto.
No hubo grandilocuencia entonces, en enero. Ni arrebatos pasionales. Como no los hay ahora. Contención, siempre. Pero el enero de Charlie fue el tiempo lírico de enterrar una era: aquella de inicio de los setenta, cuando fuimos jóvenes y estuvimos enfermos de esperanza y Charlie profetizaba mil locas utopías al alcance de la mano. Es ahora el tiempo de la épica seca. El Presidente francés lo ha llamado por su nombre: el tiempo de la guerra. Un tiempo cuya tarea es evitar que todo lo logrado naufrague en la barbarie. No es mucho. Pero es todo. Es el tiempo de blindar esta libertad nuestra, de repente tan tenue. Quienes no sepan que estamos en guerra, serán barridos. Eso está en juego.
“Francia está en guerra”. El Presidente iniciaba brutalmente así su alocución del lunes al pleno del Congreso en Versailles. “Los actos cometidos en París son actos de guerra… Constituyen una agresión contra nuestro país, sus valores, su juventud, su modo de vida… Debemos ser implacables…, responder con la determinación fría que corresponde… Estamos en guerra contra el terrorismo yihadista”… Y esto que tengo ahora ante mis ojos, Bataclan, Boulevard Voltaire, es la constancia de que cómo será esa guerra, de cómo es ya.
Desayuné esta mañana en un pequeño bistró rodeado de galerías de arte y anticuarios: rue de Seine, acolchada en su sosiego. La camarera habla en voz baja con un cliente. Debe rondar los treinta, la camarera. Su gravedad tiene un tono bien timbrado. “¿Sabe? Yo vivo justo enfrente del Petit Cambodge”. El Petit Cambodge es el restaurante oriental en el cual catorce comensales fueron abatidos a tiros. La mujer no alza la voz, mantiene el tono grave. “¿Y sabe usted qué es lo que más me ha impresionado? Ver, esta mañana, el esfuerzo que hacían todos los vecinos para no mostrarse heridos; para retornar, igual que cualquier otro día, al trabajo, llevar a los niños al colegio… y sonreírte y darte los buenos días. Eso sí, me ha roto el alma”. Habla con una entereza que me la rompe ahora a mí. No sé si se apercibe de hasta qué punto la mesura de su voz escalofría aún más que la entereza estoica de esos vecinos a los que describe. Habla, ahora, de uno de los que murieron. Un amigo tal vez, no sé. O un conocido. Puede que de su misma edad, me digo. “¿Sabe?”, concluye, “No es edad para dejar una viuda y dos hijos” Con una politesse impenetrable, se vuelve entonces hacia mí y me pregunta si el desayuno ha sido de mi agrado.
“Francia está en guerra”. Hollande es, sin embargo, la variedad más moderada de la socialdemocracia; es lo que más asombra. Pero “Francia está en guerra”: el discurso de la guerra no puede ser ya pospuesto. Y quizás esta calma asombrosa de hoy le venga a la ciudadanía precisamente de haber constatado que sus políticos hacen el trabajo para el cual los ciudadanos les pagan: preservar la República. Anoche, mientras paseaba por un Barrio Latino extrañamente desierto, me iba sobrecogiendo este silencio que es ahora el tono colectivo de París. Los ciudadanos no necesitan gritar. Porque el Estado cumple con sus obligaciones. El duelo aún no está hecho. Y el dolor late en lo hondo de ese silencio.
Una guerra en dos frentes ha empezado. Se trata de acabar con el “Estado dentro del Estado” que ha ido tejiendo en Francia el yihadismo. Y de acabar con el Estado a cuya disciplina ese “Estado dentro del Estado” se somete: el “Califato” entre Irak y Siria. Los servicios de inteligencia calculan en más de mil los efectivos del EI dentro de Francia. Y son varios miles los yihadistas fichados. Las medidas que Hollande se propone aplicar implican reformas constitucionales muy duras. Que incluyen la supresión de la nacionalidad francesa para los miembros de esas redes.
168 registros policiales golpearon al islamismo francés en la primera noche tras los atentados. Ayer fueron otros 128. Y la aviación francesa bombardea a las fuerzas del EI en Raqqa. Es el inicio de una ofensiva que sólo podrá tener éxito si se prolonga en tierra y si participan en ella, tanto las fuerzas de la OTAN cuanto el ejército ruso. Una situación que no tiene precedente. Y que todos saben difícil de gestionar. Pero que es la última esperanza de acabar esta guerra antes de que sea demasiado tarde para Europa. Para toda Europa.
Frente al Bataclan, más velas, más mensajes, más fotos de gente muy joven. Musulmanes, igual que cristianos o judíos o nada; porque ninguna religión divide a los adictos al rock and roll. En la estrafalaria fachada en forma de Pagoda del Bataclan figura aún el grupo heavy que tocaba esa noche: Eagles of death metal. Me vienen a la cabeza todos los conciertos de rock a los que ha asistdo en este mismo París desde hace tantos años: Burdon, Bono, Faithfull… golpean mis recuerdos. Dejo vagar la mirada entre las velas, los mensajes, las fotos. El retrato a lápiz de un chaval muy joven retiene mis ojos: pelo erizado, brazalete de tachuelas. Me acerco, para fijar la nota al pie del dibujo. Gabriel: 1994-2015.
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