Me gusta escudriñar el pasado, porque encuentro estímulos al presente, permitiéndole remontar mi mente a vivir episodios ancestrales, que seguro ocurrieron a mis antepasados sefardíes en el pequeño villorrio de “El Faique”, en la zona alta de la hoy Provincia de El Oro, Ecuador, donde decidieron vivir y definir su futuro. Entre sus pertenencias trajeron sus costumbres envueltas en sus vidas a otear nuevos horizontes, llenos de esperanza y alegría, que se transformaron en sus nuevas querencias; no las entendían, pero las entendieron, cuando el rumor de las hojas caídas, les hablaban de amor; las violetas, orquídeas y pomarrosas, los abrazaron olorosas, mientras los pájaros trinaban largos y continuos misereres, que se escondían en la mansedumbre del follaje, invitándolos a sentir estas nuevas tierras como una expresión de ternura inacabable.
La comunicación lo hacían con un original lenguaje, nuevo para los aborígenes que los miraban, atónitos y escurridizos, era el ladino, forma única de expresarse, que ha trascendido el tiempo para aparecer aun en las conversaciones de los campesinos de estas hermosas tierras. Fueron tan esquivos, que evitaban trasladarse a los centros poblados. A Zaruma, la villa cercana, lo hacían obligados por las circunstancias, caminaban en grupos y así regresaban cuanto antes, después de cumplir sus responsabilidades comerciales, pues huían de algo, que los obligó a dejar sus hogares originales; no creían en nadie: nacían, vivían y morían en el sitio escogido, ocultos de todo, porque ese todo denunciaba su existencia. Una muestra presente traigo presto del campo zarumeno, para que analicen y disfruten: “Yo voy a abediguar, sin achucarme, ni acorado, porque estoy acedo. En esas argenas, traigo buena melezina, que no me va a apiorar curándome estos asientos” (Yo voy a averiguar, sin atragantarme, ni intranquilo, porque estoy avinagrado. En esas alforjas traigo buena medicina, que no me va a empeorar, curándome esta diarrea intensa).
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