En estos días en los que coinciden celebraciones religiosas importantes de las tres religiones abrahámicas, la reflexión acerca de su interrelación es, sin duda, pertinente. Porque aun cuando en muchas latitudes se ha podido desarrollar una convivencia pacífica e incluso cordial entre ellas, al haber confluido en un interés común por contribuir a un mundo más solidario y justo, en diversas regiones siguen presentándose campañas de odio y violencia de fanáticos de su propia fe, intolerantes férreos hacia quienes no la comparten.
En la llamada Tierra Santa, dentro de Jerusalén en territorio israelí, hay en especial, en este fin de semana, una preocupación de las autoridades tanto civiles como religiosas, por evitar estallidos de violencia, cuyos alcances podrían ser incalculables, ya que contarían con el aderezo adicional de pasiones y reivindicaciones políticas y nacionalistas diversas como telón de fondo.
Y es que en la reducida área de la ciudad vieja o ciudad amurallada de Jerusalén, separados por escasos metros de distancia, se hallan espacios altamente emblemáticos para las tres religiones: el Muro de los Lamentos judío, las dos grandes mezquitas musulmanas (Al-Aqsa y el Domo de la Roca), y muy cerca también la iglesia del Santo Sepulcro y demás sitios aledaños caros a la cristiandad, en razón de su historia dentro del drama de la vida y muerte de Jesús. En ese abigarrado espacio con tanto peso en las respectivas narrativas coinciden ahora en el calendario de este 15 de abril de 2022, la Pascua judía o Pésaj, el mes sagrado del Ramadán musulmán con sus rezos multitudinarios en las mezquitas los viernes, y la Semana Santa cristiana.
De tal suerte que miles y miles de fieles de las tres religiones se concentran al mismo tiempo en esa zona, con el alto riesgo de que los fanatismos, prejuicios, resentimientos, intereses contrapuestos, ajustes de cuentas y toda clase de cálculos políticos puedan aprovechar la ocasión para dar rienda suelta a las pasiones que los dominan, y desatar con ello derramamientos de sangre con secuelas imprevisibles.
La preocupación ha sido tal, que en las semanas previas se registraron varios encuentros del rey jordano Abdullah, responsable oficial de la administración y control de las dos mezquitas de Jerusalén, con el presidente israelí Isaac Herzog. También sostuvo el rey una conversación telefónica con el primer ministro de Israel, Naftalí Bennett y se encontró con el presidente de la Autoridad Palestina, Mahmoud Abbas. Había que tomar todas las precauciones posibles, a fin de evitar un saldo rojo de las celebraciones religiosas. Las preocupaciones aumentaron aún más, cuando en los días previos a este fin de semana, media docena de actos terroristas perpetrados por individuos árabes dejaron en Israel un saldo de 14 civiles muertos. Los consiguientes operativos israelíes para buscar a los sospechosos de complicidad derivaron a su vez en balaceras y confrontaciones en las ciudades de Hebrón, Jenín y Tulkarem, que causaron la muerte de más de una decena de palestinos. Es así como los ánimos se caldearon, lo cual no fue un buen augurio para el objetivo de que las celebraciones de las tres religiones se desarrollaran y terminaran en paz.
De hecho, al cierre de este texto, se notificaba de disturbios y lanzamiento de piedras por parte de jóvenes palestinos hacia el Muro de los Lamentos, lo mismo que provocaciones de extremistas judíos empeñados en ascender a la Explanada de las Mezquitas. A pesar de la vigilancia policiaca y la captura de algunos de los revoltosos, los ánimos se encendieron, desatando choques entre las fuerzas del orden y los miles de fieles que se dirigían a la mezquita, con un saldo de cerca de 400 arrestos y más de un centenar de palestinos heridos.
Aún es pronto para saber qué otras repercusiones tendrán los hechos de ayer. Por lo pronto, el partido árabe-israelí Raam, que forma parte de la coalición gobernante en Israel, ha manifestado su protesta, amenazando con abandonar su participación dentro del gobierno debido a lo acontecido en la mezquita de Al-Aqsa y sus alrededores. En caso de que esta amenaza se cumpliera, el derrumbe del de por sí frágil gobierno encabezado por el premier Naftalí Bennett sería inevitable. Lo cual supondría para el país enfilarse de nueva cuenta a elecciones generales, las quintas desde el inicio de la pandemia. Todo un reto para la estabilidad nacional.
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