Discurso de Esther Charabati, premio APEIM

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Queridos amigos

Empiezo con esta frase y no con expresiones protocolarias porque a mi alrededor sólo veo amigos: May Achar, flamante presidenta de APEIM y compañera de aventuras, René Moussali y Manuel Taifeld, reconocidos promotores de la cultura comunitaria y patrocinadores del premio, Becky Rubinstein, presidenta del jurado, y autora de casi toda la sección infantil de mi librero, Nedda Anhalt, gran escritora con quien comparto la parte cubana de mi biografía, Fanny Sarfati, cómplice de presentaciones y admirable actriz, y todos ustedes que le han robado la mañana al domingo para acompañarnos.

Recibir un premio provoca una sensación extraña: por un lado produce placer y gratitud, y por el otro lado uno se pregunta ¿por qué a mí? Y uno no sabe si esto de ser el elegido es algo que deba celebrar o mirar con suspicacia, ya ven cómo nos ha ido con la etiqueta de pueblo elegido… En fin, quiero decirles que me siento muy honrada de que mi nombre haya aparecido en las listas de APEIM y de que me hayan considerado merecedora del premio Manuel Levinsky.


A Don Manuel Levinsky lo conocí en los años 80, en un desayuno de APEIM; en esos años en que yo creía que para ser escritora bastaba con tener una máquina de escribir y una pequeña dosis de soberbia, y me lamentaba de que redactar un artículo me tomara una semana completa. “¿Una semana?” -me preguntó Don Manuel asombrado- “a mí me toma tres meses”. Lo miré incrédula. Los años siguientes se encargarían de convencerme de que los textos -no importa si son artículos, poemas, novelas o chistes- pueden tomar décadas y que, además, el tiempo no tiene ninguna importancia.

Ya que tengo el micrófono quisiera aprovechar para hablar de este oficio que me ha tocado en suerte: el oficio de pensar y dudar y volver a pensar y volver a dudar. Un oficio que adquirí leyendo y releyendo, no para entender los textos, sino para entender el mundo, y cuyo mayor desafío es no llegar nunca a la meta: buscar la verdad es hilar como Penélope, destejiendo cada noche lo construido durante el día. Esto no significa que la verdad no existe, sino que cuando el pensamiento se acomoda en algún lugar, se estanca. Valoramos tanto nuestras convicciones, nuestras conclusiones y nuestras certezas que rápidamente se convierten en dogmas y paralizan a la razón: dejamos de preguntar, de pensar y de escuchar. Así, quedamos a salvo de la incertidumbre.

Es cierto que la incertidumbre no es una playa tranquila donde podamos instalarnos para descansar. La incertidumbre moviliza, nos hace volver constantemente sobre nuestras respuestas, socava nuestros prejuicios, nos mantiene en constante estado de alerta. Es agotadora. Por ello a nadie extraña que recorramos la vida con dos o tres certezas que heredamos, unas cuantas más que adquirimos por medio de la televisión y alguna que hayamos descubierto por azar o por esfuerzo. Son intocables: cualquier duda que las roce puede derrumbar el edificio construido sobre ellas, el edificio de nuestra existencia.

Todos deseamos la verdad o creemos desearla, pero las exigencias elementales de la vida nos roban el tiempo y desgastan nuestros deseos. La razón se acostumbra a ser llamada sólo para resolver problemas cotidianos y tenemos que movernos con el puñado de certezas que tenemos a mano. Nos vamos empobreciendo. Pensamos con los harapos que seguimos custodiando como si fueran tesoros.

Pero hay estaciones en la vida en que nos sentimos fuertes y bien equipados, y somos capaces de practicar deportes de alto riesgo, como la búsqueda de la verdad. No de la verdad mil veces repetida, sino de aquella que no conocemos, que está en el fondo de algún abismo, que nos rehúye. Porque en este oficio de buscar la verdad, el deseo no basta: a éste hay que sumarle la humildad para reconocer que no la poseemos, el esfuerzo para obtener los conocimientos que nos acerquen a ella, la objetividad para distinguir lo que es de lo que quisiéramos que fuera, la sabiduría para aceptarla y luego, el valor para destruirla y empezar nuevamente de cero.

Y cuando encontramos una verdad, una pequeñita, que quizá nadie reconozca más que nosotros, entonces sentimos que el mundo se abre, se vuelve transparente, nuestra mirada lo atraviesa: entendemos. Por un instante nos volvemos sabios y la realidad cabe en la palma de nuestra mano. Nos sentimos gigantes, victoriosos, geniales. Y, por un instante, lo somos.

Creo que esos momentos, efímeros pero intensos, le dan sentido a la vida y nos permiten levantarnos al día siguiente, atravesar la ciudad, devolver llamadas, escribir mensajes, llenar la agenda, correr al súper, discutir con el mecánico, hacer presupuestos, actividades que, por sí solas no justifican nuestra estadía en este mundo. Lo que nos anima -además del amor- es esa capacidad de pensar, de entender y, con ello, de transformar el mundo y transformarnos a nosotros mismos.

Ése es el oficio que me tocó en suerte, pero no sólo a mí, sino a todos los seres humanos. Los invito a ejercerlo con todos sus recursos, a gozar los procesos por tortuosos que sean y a reconocer con orgullo esas verdades propias, esculpidas a golpes de pensamiento, para que nos sostengan hasta el día en que tengamos que demolerlas con los mismos golpes y el mismo placer.

Muchas gracias

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