No es la primera vez que por resoluciones políticas en Polonia surge esa pregunta. Tampoco será la última. Cada generación se la replantea y cada vez las respuestas son diferentes. Es que el tema tiene infinitas variaciones; cambia constantemente y al mismo tiempo se mantiene igual, en su obstinación, en su irracionalidad, en su primitivismo. Es un hecho que – según me contaban mis padres -, millones de ciudadanos polacos nos odiaban, nos odian y nos seguirán odiando hagamos lo que hagamos. Nos odiaban antes de que el Estado judío fuera fundado y nos seguirán odiando aunque el Estado judío desaparezca, aunque la mayoría de los judíos del mundo se asimilen, aunque dejemos de ser un factor visible en la escena internacional.
Hace algunos años – y refiriéndose no sólo a Polonia sino al mundo en general – el escritor israelí A.B. Yehoshua publicó un artículo de dramática lucidez titulado “¿Por qué nos odian tanto?”
“Esta vez no hablo de los palestinos. Su conflicto con nosotros es íntimo, concreto y tiene un efecto directo sobre nuestras vidas. Sin entrar en el tema de ‘quién tiene razón’ es obvio que tienen razones muy personales para no desear nuestra presencia aquí. Nosotros sabemos que eventualmente habrá una solución. Será difícil y las páginas del acuerdo estarán manchadas de sudor y lágrimas. Hasta entonces, es una guerra que por lo menos se puede entender aunque ninguna persona en sus cabales aceptará los medios utilizados en ella”.
“Son los otros a los que no puedo comprender. ¿Por qué Hassan Nasrallah junto con miles de sus partidarios dedica su vida, sus conocimientos, el destino del Líbano, para luchar contra un Estado que nunca vio, cuyo pueblo no conoce y con cuyo ejército no tiene ninguna razón válida para combatir?”
“¿Por qué los niños en Irán, que ni siquiera son capaces de ubicar a Israel en el mapa – por ser tan pequeño – queman su bandera en las plazas de sus ciudades y se ofrecen a suicidarse para lograr su eliminación? ¿Porqué los intelectuales egipcios y jordanos agitan a las masas ignorantes contra los acuerdos de paz, pese a que saben que su anulación los hará retroceder por lo menos veinte años atrás? ¿Por qué Siria prefiere ser un patético país destruido del Cuarto Mundo para tener el dudoso privilegio de financiar organizaciones terroristas que podrían convertirse en una amenaza para su propia existencia? ¿Por qué nos odian tanto en Polonia, Austria, Hungría, Nueva Zelanda, Irlanda, Arabia Saudita o Sudán? ¿Qué les hicimos? ¿En qué medida somos gravitantes en su vida? ¿Qué saben de nosotros?”
Lamentablemente hay demasiadas respuestas y son atrozmente lógicas. Para empezar, cada religión necesita un “otro” que adora a otro Dios para demostrar que el suyo es mejor y único. Tanto el cristianismo como el islam tienen sus fundamentos en la Biblia hebrea, pero nadie es peor en materia de reconocimiento de deudas que la religión organizada. El cristianismo hizo pagar con sangre al pueblo judío durante siglos su no reconocimiento de la “deuda” mientras el islam simplemente se apropió del legado hebreo y lo transformó substancialmente. Como lo observó sagazmente el profesor Shlomo Ben-Ami: “Moisés era un legislador, Jesús un predicador y Mahoma un guerrero”.
Tanto el cristianismo como el islam fueron desde su origen religiones expansionistas y conquistadoras y su sentido de superioridad sobre sus rivales no varió durante mucho tiempo. Su división del mundo en fieles e infieles es tan tajante hoy como lo fue en sus primeros siglos de existencia. Sin embargo, mientras el judaísmo y el cristianismo tuvieron que hacer frente a los embates de la gran revolución de la secularización y debieron enfrentar a vigorosas corrientes disidentes en su seno, las divisiones en el islam tendieron a una mayor rigidez y no a posiciones más tolerantes. No hubo nada comparable a la Reforma cristiana en el islam, ni nada semejante a las corrientes conservadora y reformista en la religión judía. Por el contrario, simultáneamente a la Revolución Francesa florecía la corriente más xenófoba, intolerante y exclusivista del islam, el wahabismo. La asociación de esta tendencia con el gobierno de Arabia Saudita tuvo una consecuencia tan trágica como paradojal. La gran riqueza petrolera saudita financió la construcción de mezquitas y la difusión por todo el mundo de esta versión extremista e intolerante del islam. A ello se sumó la gran frustración del atraso de los países musulmanes frente a la modernidad europea y norteamericana y su incapacidad de incorporarse a la sociedad globalizada e interconectada del siglo XXI, todo lo cual fue exhaustivamente documentado en un informe de la ONU en 2002.
Se dirá: eso explica el odio a Occidente. Pero ¿por qué ese odio está dirigido contra Israel y el pueblo judío en primer lugar? Muy sencillo: porque en la época de Mahoma no existía Occidente como existe hoy en día y sí existían los judíos, de los cuales consta en el Corán que rechazaron al Profeta y combatieron contra él. Sin duda, también hay pasajes favorables a los judíos en el Corán, que de alguna manera privilegia a las religiones del Libro, judíos y cristianos, por sobre otros “infieles”. Pero las lecturas de los libros sagrados en todas las religiones son algo muy selectivo y tanto en el Nuevo Testamento como en el Corán hay suficientes citas antisemitas para quienes quieran usarlas.
Pero hay otro motivo fundamental por el cual el odio a Israel tiene raíces sicológicas tan hondas. La visión del mundo del islam, por ejemplo, es atemporal y desde su punto de vista las tierras que fueron conquistadas por él una vez no deben pasar a manos de infieles. La visión de los musulmanes de Israel no es la de un pueblo que vino a recuperar su tierra, sino de extranjeros que, con falsos pretextos históricos, vinieron a robarle su tierra a un pueblo musulmán. Y para colmo, los musulmanes vivieron la humillación de perder varias guerras contra un pequeño pueblo que vino a desafiar a la gran “umma” musulmana.
Explicar esto de manera racional, significaba enfrentar algunas duras verdades, lo que resulta demasiado traumático. Por ello, la demonización del enemigo, tanto en Europa como en Oriente Medio, es la forma ideal para evitar la confrontación con los verdaderos problemas. Los judíos tienen un poder monstruoso. Dominan la política de los países occidentales. Son los culpables del ataque a las Torres Gemelas y de todos los males que aquejan a la comunidad internacional. Cada enfrentamiento inter-europeo o inter-árabe tiene una explicación conspirativa y el culpable siempre es el omnipresente enemigo judío.
¿Habría de reducirse el odio a Israel en particular y a los judíos en general si finalmente se llegara a un acuerdo para solucionar el problema palestino? Difícilmente.
Tanto en el cristianismo como en el islam existe una tendencia a alinearse con las corrientes más extremistas que siempre pretenden ser las más fieles a las “religiones monoteistas auténticas”, representativas del verdadero pensamiento de Jesús o de Mahoma.
Esa presunta lucha por la autenticidad, que también en la actual realidad polaca constituye la resistencia de una mentalidad pre-moderna contra una modernidad que transforma dramáticamente el estilo de vida de la humanidad, no es sólo un problema que enfrenta Israel, el pueblo judío y la relación hacia la Shoá. De hecho constituye el mayor desafío a la civilización contemporánea.
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