Por culpa de Hiroito 

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Desaparecieron las mejores quesadillas de La Merced. Hablo del viejo edificio de fierro y vidrio donde hoy es la placita de García Bravo, adosado al magnífico patio mudéjar, reliquia única del Convento de La Merced, donde las veredas, puestos, charcos, basura y laberintos se enredaban de tal modo que dejabas de saber si estabas frente a la casa de la manita, Jesús María y Venustiano Carranza, llamada así porque clavaron en el dintel esquinado la de un ratero y por milagro convertida en cantera permanece ahí como advertencia a los maldosos, o bajo los arcos del claustro te habías perdido.

Perdido me veo con frecuencia cuando hablo de mi barrio; los recuerdos me llevan por los cerros de Úbeda sin el auxilio del olfato que de niño me permitía ubicar con los ojos cerrados la zona en que me encontraba: si era la de los chiles secos en Uruguay, la de naranjas, guayabas o plátanos en Roldán, la de pollos, patos o gansos en la Alhóndiga, la de pescados en puestos fijos frente al Cine América. En uno de esos me enseñó a comer ostiones en concha mi amigo, vecino y compañero de escuela Polo Cuahonte, hijo del dueño de la tintorería de República del Salvador: al pie del camión que los traía en costales de Veracruz, el vendedor los iba abriendo hasta donde alcanzara el tostón juntado entre los dos. Era eso o los tamales de charalitos tatemados de Chalco, los taquitos de huevo de mosco o de chapulines con un chile verde para morder aparte, los acociles en temporada y los escamoles junto al puesto de gusanos de maguey. Ranas, chichicuilotes y pescaditos blancos podrían ser opción, pero en la tarde se antojaba más un pozole en Corregidora, junto a la Gran Torta donde se inventó el apretón que tanto celebró Salvador Novo atribuyéndoselo a Armando el de Motolinia. Frente al colegio Lerdo, a la hora de salida de la chamacas, aparecía el de los pabellones: vasos de hielo raspado con cepillo de carpintero y diez botellas donde escoger si de tamarindo, limón, rompope o combinados. Como las paletas enormes del Mundial, el cine lujoso del Barrio. Junto al Politeama por San Miguel (porque tenía dos puertas, la otra por las Vizcaínas) una viejita vendía tostadas por los barandales de su balcón, a la altura del caminante. Enfrente, sobre montones de tierra y vigas podridas, sana abría su cueva cuando todo mundo se iba a dormir, cobijo de trasnochados, refugio de solitarios, descanso de quienes, como yo y mi amigo y vecino Luis Felipe, terminábamos nuestro turno de fin de semana en la corrección de pruebas de El Nacional, atravesábamos a pie la Alameda, San Juan a la hora de las prostitutas y antes de la medianoche clavábamos los codos en la tabla áspera donde la dueña guapa, madura y obesa, sentada al otro lado como Buda a la sombra de sus pestañas, junto a un anafre humeante servía vasos chaparros de alcohol en llamas. “Cómo me traes a esta criatura”, oí que le dijo Santa a mi amigo. La criatura ya sumaba algunas horas de vuelo esa noche de su primera veladora. La pulquería La Risa, más vieja que yo, abierta todavía en Mesones aunque en su entrada ya no se fríen las tripas despachadas en trozos de periódico que nublaban con su tufo las tardes infantiles.

La mejor sopa de nopales del mundo sigue siendo la de El Taquito, en Carmen 69, fundado en 1923 en medio de cuatro mercados: La Merced, Abelardo Rodríguez, Tepito y La Lagunilla. En Circunvalación y General Anaya el piano bar del Chato Parada, quien gastó el dinero ganado por su padre vendiendo jitomates abajo en pianos que el Chato amontonó arriba, todos de gran cola, uno tocado por Rubinstein en sus conciertos y 50 años después por un Secretario de Gobernación dado a la bohemia entre bodegueros.


¿Y dónde quedó Hiroito? En los ajolotes del Lago de Texcoco, donde antes de que él los descubriera como tesoros de la biología mundial, los pescábamos con las manos. Tenían aletas de pescado, largas branquias externas y cuatro patas de lagartija. El Emperador, sabio investigador de la evolución de las especies, vino a decirnos que más que relleno de quesadillas en el Cuadrante de la Soledad, era un animal asombroso dotado para vivir en el agua y en la tierra, anfibio rarísimo, pez y reptil, eslabón perdido que se consideraba extinto. Todavía de vez en cuando aparecen algunos ejemplares en las lagunas de Milpa Alta. Algunos naufragaron en acuarios.

Desde entonces, gracias a (o por culpa de) Hiroito, las quesadillas de La Merced se rellenan de papa.

(Fragmento de la colaboración para el libro “Mercados Mexicanos”,

de Corina Armella).

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