Dieciocho días les tomó a las gigantescas masas de manifestantes a lo largo y
ancho de Egipto lograr que su presidente durante 30 años se retirara de su
cargo. En el lapso de la protesta hubo violencia esporádica que presagiaba la
posibilidad de una represión sangrienta por parte de las fuerzas del orden, y
sin embargo el saldo final fue relativamente blanco considerando la magnitud de
las fuerzas que se confrontaban. El resultado final fue sin duda un enorme
triunfo de la convicción y tenacidad del pueblo egipcio que no cejó en su
determinación de liberarse de las ataduras y los males derivados de una
dictadura de tres décadas.
Si las fuerzas policíacas y de seguridad fueron los villanos ejecutores de la
violencia, las fuerzas armadas constituyeron en este cuadro las responsables de
que las cosas no hayan derivado en una tragedia nacional. El ejército representó
un poder cauto y responsable que se marcó límites en cuanto a su comportamiento
con los cientos de miles de manifestantes. Se mantuvo en espera observando hacia
dónde soplaban los vientos y al parecer en los últimos momentos de esta epopeya,
determinó que su apuesta debía de ser por el pueblo inconforme y no por el
régimen encabezado por Mubarak. Todo indica que cuando el pasado jueves Mubarak
anunció que no se retiraba y las masas enardecidas por tal decisión empezaron a
enfilarse hacia el palacio del presidente y hacia los edificios donde funcionan
los medios de comunicación oficiales, los militares decidieron abandonar a
Mubarak al darse cuenta de que de no hacerlo así el baño de sangre sería
inminente.
Hoy sabemos que el Alto Consejo de las Fuerzas Armadas se ha quedado con la
responsabilidad de dirigir al país en la etapa de transición hacia un nuevo
gobierno, lo cual hace a un lado a la figura del vicepresidente Omar Suleimán
quien hasta el jueves parecía tener en sus manos las riendas. Así, al pasar a la
posición central el ministro de Defensa, Hussein Tantawi, no queda claro qué
papel jugará Suleimán en esta nueva ecuación y cuál es de hecho la relación
prevaleciente entre ambas figuras.
El regocijo por la caída de Mubarak se mezcla ahora con una larga serie de
preguntas acerca de cómo se desarrollará el futuro inmediato. ¿Serán atendidas
las demandas más centrales de los manifestantes que incluyen la anulación de la
Constitución actual, la disolución de las dos cámaras del Parlamento, la
cancelación de las leyes de emergencia y la liberación de los presos políticos?
¿Serán capaces los militares hoy encumbrados de no caer en la tentación de
querer conservar el poder para sí en vez de promover los procesos necesarios
para entregarlo a un gobierno civil emanado de elecciones limpias y
democráticas? ¿Cuándo se llevarán a cabo tales elecciones y qué partidos
políticos contenderán en ellas? ¿Se verán o no modificadas las tradicionales
relaciones internacionales de Egipto y por ende los equilibrios regionales que
tales relaciones promovían? Los egipcios y el mundo que los observa están
pendientes de cómo se resolverán estos asuntos porque de ellos depende que el
país efectivamente transite hacia un modelo más democrático y no regrese a un
esquema dictatorial disfrazado.
Por ahora el escenario carece aún de figuras carismáticas con el prestigio
suficiente para encarnar y dirigir el cambio. Ni Muhamad El Baradei, ni Amr
Mousa o Ayman Nour son lo suficientemente conocidos o populares como para ser
los personajes cuyo arrastre consiga aglutinar de algún modo la voluntad del
pueblo. En el mismo sentido, prevalece la incertidumbre acerca de la magnitud de
la fuerza de la Hermandad Musulmana y de su voluntad de participar de manera
democrática en un nuevo arreglo. Todos estos cuestionamientos que presagian un
camino largo y complicado para una real democratización de la vida nacional
egipcia están ahí, aunque de cualquier modo, es necesario reconocer que en estos
momentos primeros tras la caída del régimen de Mubarak, es tiempo de celebrar el
triunfo conseguido por el pueblo egipcio, por más que sea claro que el reto de
lo que está por venir, sea inmenso.
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