Redes sociales: para pescar incautos y amarrar a los fieles

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“Como señalara el psicólogo social Solomon Asch hace muchos años, las diferencias de opinión entre las personas no siempre están relacionadas con diferencias en su ‘juicio del objeto’, sino que a menudo reflejan diferencias en el propio ‘objeto de juicio’”, Thomas Gilovich, How We Know What Isn’t So: The Fallibility of Human Reason in Everyday Life

Ya no se trata, ni mucho menos, de un proceso en el que la voz del periodista extingue al final de la crónica; ahora se prolonga indefinidamente. Y, además, ya no hay sólo lectores, espectadores, sino que hay “seguidores”. O, dicho de otra forma, la crónica no es la única instancia o herramienta para sesgar la información sobre Israel y sobre el conflicto árabe-israelí. Ya no. De hecho, quizás ahora la crónica permita más que nunca fingir incluso una cierta seriedad profesional. Separada entre un día y otro (porque, eso sí, la cobertura – o el señalamiento – sobre Israel es casi diaria, es decir, obsesiva), no permite la inmediatez y, sobre todo, la continuidad que ofrecen al periodista las redes sociales, donde, acaso los periodistas muestran más abiertamente su posicionamiento ideológico y donde amplifican el alcance de sus crónicas, o donde las recalcan para su audiencia más afín e, incluso incondicional. Sólo acaso; porque cada vez más, en las páginas o espacios televisivos o radiales, el partidismo aparece de manera más y más clara.
De manera que las redes sociales bien pueden haber devenido una suerte de clave o código para descifrar, concretar lo que acaso en sus crónicas meramente se sugiere, se insinúa – aún, parece, hay que contenerse un poco, ser menos explícitos en los posicionamientos; aunque, vistas algunas de las coberturas del capítulo más reciente del conflicto, cada vez menos.

A su vez, las redes parecen también haberse convertido en el sitio donde se afirma el símbolo (moral) que se formula en la crónica: la idea de ser parte del “progresismo periodístico”; de la “mirada”, la “aproximación solidaria, humanitaria”; del pretendido “multiculturalismo” – que es en realidad el disfraz novedoso de cierto relativismo, de cierta hipocresía ideológica: lo que se apoya por un lado, es preciso dejar de apoyarlo por el otro; lo que calumnia aquí, se alaba, ensalza allí (pregúntenle, sino, a los árabes palestinos del Líbano o Siria). A través del “me gusta”; del “compartido”, del comentario afín (tantas veces adulón) se establece una suerte de lugar de reafirmación de “credos”, por un lado, y de “superioridad moral” del que dice cómo y qué sentir, cómo y qué opinar, por otro. Un símbolo que, pues, en las redes se explicita, se clarifica. El “me gusta” y el “compartir” permiten, a su vez, participar del símbolo, hacerlo propio, y convertirse, de alguna manera, parte de la vanguardia, en algo más que un “seguidor”. Es un precio insignificante para una pertenencia tan autocomplaciente a lo que parece cada vez más un credo.


Un credo que ordena: indígnese mucho con Israel o usted no será probo. Ese es su primer y único mandamiento. El resto, son accesorios. Y el primero, en realidad, es una forma encubierta de un prejuicio antiguo.

Creencia
Azim F. Shariff, Jared Piazza, Stephanie R. Kramer (Morality and the religious mind: why theists and nontheists differ) explicaban que muchos aspectos de las religiones (o, podría ampliarse, de lo religioso, de lo que posee tal carácter), “sirven para crear un endogrupo ideológicamente alineado y cohesivo”.

Y apuntaban que, “esta conexión social más estrecha también puede conducir a actitudes morales más parroquiales, favoreciendo selectivamente al endogrupo y despreciando activamente al grupo exterior”.

Creer de manera casi religiosa – como sustentada en una suerte de dogma más allá de los hechos, de la realidad, que es inamovible, incontestable – en la llamada “causa palestina” parece esencial para ejercer una cierta idea de superioridad moral o de policía y magistratura moral.

Así, pues, poco importa ya si en el medio de turno se puede explayar más o menos la falta de profesionalismo, el activismo patente; porque hay una continuidad de manga ancha en esas redes sociales, principalmente en Twitter, a través de opiniones personales, artículos compartidos (ajenos y propios) o de esas pequeñas astucias de breves caracteres que definen una postura ideológica clara: un “yo lo valgo”, o algo por el estilo, que exige de sus lectores-oyentes-files, la “justa y pertinente” indignación que confirme a unos y a otros como “vanguardista morales” de su época…

Y, claro, la indignación tiene además la ventaja de que no requiere ni de hechos (acaso jirones, para sustentarse levemente en la “realidad”), ni méritos, ni talento, ni brújula moral (uno mismo se deviene tal artefacto, qué tanto).

La hipérbole emocional anula a la razón. Anulada la razón, triunfan los inescrupulosos y, retroalimentación mediante, facilita el reinado de la emoción descabezada. Ah, la virtual guillotina de la estulticia; nunca pierde su filo.

“Justos” del mundo, ¡indignaos!

Decía M. J. Crockett, del departamento de Psicología de la Universidad de Yale (Moral outrage in the digital age) que “expresar indignación moral beneficia a los individuos al señalar su calidad moral a los demás. Es decir, la expresión de la indignación proporciona recompensas de reputación”.

Pero, continuaba Crockett, el hecho de que la gente sea más propensa a castigar cuando otros están mirando indica que una preocupación, al menos implícitamente, despierta nuestro apetito por la indignación moral. Y, añadía, “las redes sociales en línea amplifican masivamente los beneficios prestigiadores de la expresión de la indignación”.

Acaso más que nunca, con las redes sociales se produce una incrementada impresión de un falaz consenso (las cámaras de eco), hecho que termina siendo usufrutuado por grupos comúnmente marginales – con su ideología habitualmente radical, intolerante – y que, utilizando el momento, generado y exacerbado por los medios, para escenificar un apoyo mayor al que existe fuera de las redes sociales. La demostración pública de, en definitiva, la defensa de lo que normalmente sería indefendible (sin un rubor sofocante), de un prejuicio pretendidamente justificado o atenuado por una “causa”, bien podría hacer más digeribles las bochornosas coberturas que han facilitado esta legitimación, de este poner al servicio del odio viejo el ruido virtual como sustituto del argumento, como disfraz del número, y que apenas si logra esconder la obsesión y el prejuicio detrás de los pretensiosos y hueros eslóganes de “causa justa”, “derecho (internacional)”, “humanitarismo”.

Como señalaba, Thomas Gilovich (How We Know What Isn’t So: The Fallibility of Human Reason in Everyday Life), con las creencias reforzadas por niveles injustificados de apoyo social percibido es como “el público mantiene [estas creencias] con mayor convicción y es menos probable que las abandone ante los desafíos lógicos o empíricos a su validez”. Y, precisamente decía que, al formarse un falso consenso o una falsa unanimidad, “la repleción actúa como un ruido ensordecedor que no permite escuchar nada más allá. El supuesto ‘consenso’ no es más que la arrogancia, el acoso de unos pocos ruidosos con una plataforma para airear sus acusaciones”. O libelos… Viejísimos libelos apenas adaptados…

Así, a una mayormente desinformada o fraudulenta cobertura, se suma el altavoz iracundo de las redes sociales, que, de acuerdo con Crockett, pueden exacerbar la expresión de indignación moral inflando sus estímulos desencadenantes (p. e., las claves Israel “genocida”, Israel “apartheid”, Israel “mata/bombardea”, Israel “viola el derecho internacional”, etc.; explicitadas o aludidas mediante palabras o fotografías), reduciendo muchos de sus costos (en la vida real, el castigo moralista conlleva el riesgo de represalias) y amplificando muchos de sus beneficios personales.

La cuestión es que, tarde o temprano, esa “indignación” rebasa el mundo virtual y cae al real. Así se ha visto (y se continúa) en las calles de varias ciudades del mundo un repunte de las agresiones antisemitas. Después de todo, estas agresiones son ocultadas por muchos de los mismos medios que, consciente o inconscientemente las azuzan con sus coberturas torcidas, con las repetidas insinuaciones, como los habituales de retratos que se ajustan al marco: “Israel es el arquetipo del mal”. Tal como con los judíos…

Y contra el mal absoluto todo vale (o eso se nos dice). Tal como con los judíos…

No importa con qué eufemismos se vista el prejuicio, aliento se siente de lejos.

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