Cuando seguí desde la pantalla televisiva la presentación de Benjamín Netanyahu ante los jueces que deben evaluar las acusaciones por delitos que presuntamente él habría cometido, confieso que las imágenes de lo ocurrido en Washington en los días del cambio presidencial abrumaron mis reflexiones.
Aludo a la amplia y diversificada movilización del cuerpo policial, la pluralidad de francotiradores en los altos pisos que rodeaban al juzgado jerosolimitano, la multitudinaria manifestación que exigía una rápida sentencia que pondrá fin a los catorce años de Bibi en el poder: un concierto de medidas y gritos que me condujo a imaginar un hipotético escenario.
Alude al cuarto torneo electoral que tendrá lugar el próximo 23 de marzo. De momento y conforme a múltiples encuestas los resultados no serán decisivos en favor de los simpatizantes de Netanyahu o de la diversificada coalición que se le opone.
Entre los primeros se cuentan políticos judíos y árabes que le apoyan por razones desiguales. Los primeros son bien conocidos como seguidores del rabino Kahana, personaje que pretendió erigir en su momento una belicosa teocracia en el país. Y otros, afiliados al credo musulmán, calculan que el respaldo a Bibi les concederá superior influencia en la minoría árabe del país que hoy supera la quinta parte de la población.
En el lado opuesto de este cuadro cabe encontrar un conjunto heterogéneo de líderes, consignas y actitudes que con desiguales argumentos coinciden en desplazar a Netanyahu del poder. Aún no es claro cómo y en qué términos líderes de la derecha nacionalista habrán de dialogar con representantes de la rezagada izquierda a fin de construir una dilatada y heterogénea coalición en su contra. Pero si unos y otros aciertan al cabo en esta tarea, me abruma el temor de que lo verificado en Washington podría reproducirse en Jerusalén.
Oscura posibilidad que debe ser estricta y cuidadosamente borrada.
Artículos Relacionados: