Este día, el primero de julio del 2009, el Padre Bernardo Skertchly, miembro de Prison Fellowship International estaba sentado en el muelle, cuidando las 35 maletas que componían el equipaje de la misión humanitaria que se dirigía hacia las Islas Marías, cuando se le acercó el hombre. Tenía un aspecto repugnante: era negro, desdentado, calvo, y una cicatriz enorme cortaba su torso en dos, desde la boca del estómago hasta la cintura. “Padre”, dijo, señalando el equipaje, “regálame algo”. ” No tengo nada que darte” respondió Skertchly “estas maletas no son mías, son para los presos en las Islas”. “Ándale, padrecito” dijo el negro “yo también fui preso allá, apiádate también de mí”.
“Podía haberle dado algo” dice Bernardo, “si él hubiera sido un empresario presentándome un proyecto, o alguien “decente”, pero no quería darle nada, porque me dejé influir por su aspecto repulsivo, así que me negué”. “Total” dijo el ex reo antes de irse, “qué más da, si usted finalmente lo va a perder todo”.
El Padre Bernardo dirige un programa de rehabilitación de presos, basado en “acompañamiento”, pues se trata de voluntarios, generalmente alumnos de preparatoria e universidad, quienes visitan cárceles con el objeto de convivir con presos, en su vida diaria, dándoles una sensación de normalidad, de ser importantes, valiosos, capaces de redimirse, en una palabra seres humanos y no sólo basura o “delitos con patas “, como lo expresa el sacerdote. La misión de julio era parte del servicio social que se les ofrece al grupo Vértice, grupo de excelencia de la Universidad Anáhuac del Sur, y consistía en llevar, durante dos semanas, un mensaje de esperanza a los reos.
Entre las 15 “misioneras” que acompañaban al Padre Bernardo, estaba Ximena Roel, de 19 años, estudiante de Mercadotecnia y Publicidad, quien había visitado las Islas en abril del mismo año y había decido pasar sus vacaciones en el centro penitenciario: “Tenía dos ofertas: ir a Acapulco con mis amigos, o de misión. Iba a viajar a Acapulco, pero algo en mí decidió de otra manera, y me encaminé a una de las mejores experiencias de mi vida”. Ximena vistió entonces la camiseta roja, jeans y tenis que constituyen el uniforme del PFI, y se dispuso a navegar fuera de su burbuja de niña acomodada y hacia este “otro” México, el cual la sociedad encierra para protegerse… y para vengarse.
El padre Bernardo, quien ha hecho de la rehabilitación de los reos la misión de su vida, expresa así la realidad de las cárceles: “Se cree que un preso debe ser castigado y aislado, pues el mundo se tiene que vengar de lo que hizo. El preso, al ingresar a la cárcel, siente el odio, el repudio, el olvido, el desamor de la sociedad. A la vez, es abandonado por sus amigos, su familia y, por lo general, su pareja. Sus relaciones de amor terminan”. En este contexto, las prisiones se vuelven verdaderas academias del crimen, y el índice de reincidencia es del 90%.
¿Puede ayudar la religión? “Al saber que Dios no puede odiar, les llevamos una palabra de amor y de perdón, la cual se vuelve algo mágico, pues le da sentido a la cárcel, sentido a su sufrimiento: ya no es algo absurdo, un accidente desafortunado, sino una oportunidad de cambiar de vida y de iniciar con el pie derecho. Se entiende entonces como un camino de rehabilitación, un nuevo camino de vida”. Las “misioneras”, con su frescura y su entusiasmo, son quienes muestran el camino, mediante un “abrazo limpio y sincero”, literal como metafórico, enseñándoles, como Ximena, a montar a caballo, a tejer… A recobrar el gusto por la vida.
¿ Qué sienten, a su vez, los jóvenes “misioneros”? “Primero, impotencia” dice Ximena, “por ver a gente sin educación ni recursos encerrada en este infierno que es la prisión”. De la boca de una niña de 19 años, me entero de historias terribles, de injusticias mayúsculas, y de la corrupción de un sistema que se aprovecha de los más débiles y de los menos favorecidos. Del ingeniero preso por fraude, que los custodios extorsionan, violando a su esposa. Del joven esperando 19 años su juicio y sentencia. De la mujer condenada a cinco años de prisión por llevarse una lata de leche “La Lechera” del supermercado. De gente que los custodios vuelven adicta tras las rejas, para poder venderle estupefacientes. ” La cárcel es un lugar donde ves a Dios de diferente forma”.
Las Islas Marías se diferencian de otros centros penitenciarios en que, allí, no hay rejas – tampoco custodios armados. Los reos de la isla están purgando las últimas fases de su condena, y una minoría lleva consigo a su familia. A diferencia de otros centros, no hay drogas, y quien es sorprendido tomando el “turbo”, un menjurje de hierbas y raíces fermentadas con 160% de alcohol, es enviado a “La Borracha”, una pequeña salita donde veinte reos son hacinados, sin derecho a trabajo ni a salir, bajo temperaturas de 43 grados centígrados. Los reos trabajan en las Islas, extrayendo sal de mar, criando camarones y elaborando artesanías. Por un día de ocho a nueve horas de labores, perciben 80 pesos, de los cuales se quedan con veinte, pues el resto se reparte, a partes iguales, entre su familia, un fondo común y un fondo de ahorros.
Sólo se puede llegar a las Islas mediante aviones del gobierno o buques de la Marina. Ximena y sus compañeros se encuentran, pues, en el muelle de Mazatlán, frente el buque “Maya”. Empieza el viaje con un primer obstáculo: por un retraso, no los dejan subir a bordo del navío. De pronto, aparece un oficial quien desembarca de un jeep y ordena a los marineros permitir el acceso de la misión al buque. Cuando cae la noche, los jóvenes y los sacerdotes se encuentran en cubierta, en compañia de familiares de los reos que se dirigen a visitarlos. El buque lleva, a la vez, diesel, gasolina, una planta de luz, víveres y agua para dos semanas de funcionamiento del centro penitenciario.
“Todos se quedaron dormidos” recuerda Ximena.”Yo, en la inmensidad negra, bajo una luna maravillosa, gozaba de la mejor noche de mi vida. Se me acercó un marinero y me preguntó si estaba bien. Le respondí que sí, pero que tenía mucho frío. Volvió con una chamarra gruesa, del ejército, y con una pera. “Es importante que te la comas” me aconsejó. Creí que me estaba “ligando” y eso me dio risa. Finalmente, me quedé dormida. A las tres de la mañana, me despertó una sirena ensordecedora y un terrible olor a diesel quemado. No entendíamos qué estaba sucediendo, hasta que uno de los marineros abrió la puerta del camarote del capitán y vimos elevarse dentro llamas de siete metros de altura, que ya alcanzaban el mástil”.
Los pasajeros creyeron que el fuego sería controlado rápidamente. Sin embargo, los extinguidores no servían, y vieron extenderse las llamas e incendiarse el navío, incluyendo, en el centro del mismo, una balsa con motor. “Voltée y vi que la gente había quedado paralizada, sin poder hacer nada. Entendí que probablemente moriría, y quise hacer algo en los últimos momentos de mi vida” relata la joven. “Junto con los marineros, me puse a repartir chalecos salvavidas a los pasajeros, pero cuando quise uno para mí, ya no había. Los miembros de la tripulación nos avisaron que habría que abandonar el barco, y organizaron la gente en dos filas: los que sabían nadar y los otros. Dos balsas de plástico inflables, como tiendas de campaña con un piso endeble, fueron lanzadas al agua.
Dos balsas para quince personas cada una. Éramos ciento veinte.
La tripulación nos dirigió hacia la popa del barco, ordenando a los nadadores que nos quitáramos los tenis (pues el color blanco se podía confundir con peces y atraer a los tiburones) y saltáramos al mar. Obviamente, la mención de los tiburones, presentes en esta espesura negra en la cual no distinguíamos nada, no nos animaba a tirarnos.
Por otra parte, al saber que llevábamos tanques de diesel y de gasolina, teníamos conciencia que el buque podía explotar en cualquier momento. Vi al Padre en medio de un grupo de hombres y mujeres, confesándolos, pero luego lo oí decir: ” No hay tiempo para confesarlos a todos. Les doy la absolución. Nos vemos en el cielo”.
“Grité a mis compañeros de la misión que teníamos que empezar nosotros y subí al barandal. Un marinero me trajo corriendo un chaleco salvavidas de niño que acababa de encontrar y me recomendó brincar lo más lejos posible del navío para que no me succionaran las turbinas. Salté al agua con un solo pensamiento: tenía que llegar a la balsa más cercana. Ya en el agua, mientras nadaba, algo me jaló del brazo dos veces, intentando llevarme hacia la profundidad, pero logré librarme de ello. Más adelante me dijeron que era probablemente un bebé tiburón”.
La noche era un tumulto de llamados de auxilio y desesperación, en la más terrible negrura, que solo alumbraban las llamaradas proveniente del navío. Una mujer se lanzó con un pequeño de tres meses en brazos, y el impacto la hizo soltarlo. El bebé cayó al agua. La mujer aullaba que salvaran a su hijo, los marineros gritaban que no se arriesgara una vida más. Pese a ello, un joven de diez y ocho años recuperó vivo al niño.
El hijo de un reo, a quien su padre le había regalado una cámara, no la quiso abandonar, la metió en un envoltorio de papas y dentro de su bolsa. Una vez en el agua, la sacó y tomó las fotos que ilustran este reportaje.
“Llegué a la balsa y me di cuenta que parte del piso de la misma estaba roto: en su desesperación, la gente que no sabía nadar se había tirado directamente del barco a la balsa, desgarrando el plástico por su peso” explica Ximena. “Sentados alrededor de la embarcación, nos amarramos a la misma, y vi que, tras el esfuerzo y la adrenalina, todos se estaban quedando dormidos.
No habíamos podido avisar del naufragio porque lo primero que se había encendiado era el cuarto de máquinas y porque nos habían quitado los celulares antes de embarcar rumbo a la cárcel. Nadie sabía de nuestra suerte.
Recuerdo que sentí que tenía que salir y me encaminé hacia la entrada de la balsa. Me puse a pensar en la reacción de mis papás cuando se enterarían de mi muerte, cómo no me había podido despedir, cómo iba a morir en el mar sin haber hecho nada valioso de mi vida y sin nada que darle a Dios. Entonces Le dije: Dios, no te voy a pedir que me salves porque tú sabes qué es mejor para mí, pero si me concedes otra oportunidad, tengo una misión y te prometo que no te voy a fallar. Vi mi reloj, era la una de la tarde y estábamos solos en medio del océano. Entonces, me tiré al agua y la sentí deliciosa.
Los marineros comenzaron a gritar y me sacaron. Pero había atraído a los tiburones, quienes empezaron a rodear las balsas y a levantarlas. Aterrorizados, veíamos el contorno de sus aletas dibujarse debajo de nuestros pies, a través del plástico roto.
A la una y media de la tarde, pasó una avioneta. Lanzamos una bengala, pero la tripulación no nos vio. Más tarde, otro avión surcó el cielo, y fue el que dio aviso: a las dos horas, helicópteros del Ejército llegaron. Intentaron bajarse, pero el aire de sus hélices amenazaba con voltear las lanchas y mejor se retiraron”.
Tras 13 horas de naufragio, llegaron las lanchas interceptoras, con una disyuntiva: ¿tras lo sucedido, considerarían los náufragos volver a casa y renunciar a su destino? Los “misioneros” hicieron el recuento de los daños: habían perdido sus bolsas de dormir, así como su equipaje, ropa y enseres personales. Por otra parte, debido a la quemazón del barco, los víveres, así como el agua, estaban escasos en la isla. Ni hablar de los servicios, no habiendo gasolina ni diesel. Sin embargo, la respuesta fue unánime: todos querían llegar a la Isla.
¿ La reacción de los padres de Ximena ? Si sobrevivió al naufragio, que vaya a las islas y cumpla con su misión.
Un singular espectáculo los esperaba al llegar: enterados de lo sucedido, los reos estaban formados en fila india, con ropa, víveres y agua para los visitantes, comprados con sus magros ahorros. Durante las dos semanas, el grupo durmió en el suelo, con un calor intenso, comiendo conejos e iguanas cazados por los reos y tomando agua de coco.
¿ Qué cambió en la vida de Ximena tras esta aventura? Todo. Se separó de su novio, cambió de carrera y ya no le satisface la forma de vida llevada por sus compañeros. Y brinda este comentario, por demás insólito, en vista del lugar que fue a visitar: “Me ha costado trabajo volver a la sociedad, en un mundo tan hostil”.
Aún así, Ximena sigue siendo la joven llena de alegría y entusiasmo, a quien le encanta bailar y que bromea con el padre Bernardo acerca de sus votos de pobreza. Es obvio que este naufragio le dejó un regalo: la paz interior. Una fortaleza: “En la balsa, Dios estuvo sentado junto de mí. Tras esta experiencia, no le tengo miedo a nada”.
Y una lección, extensiva a todos nosotros: “La vida no es gratis; hay que vivir cada segundo como si fuera el último”.
Que experiencia tan fuerte. Realmente esperanzadora. Definitivamente Dios está en los desprotegidos, en los desvalidos, es más visible en la oscuridad del hombre. (Pecados, delitos).
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