Lo más notable de esta cooperación ha sido, sin embargo, la disposición de Putin a aceptar operativos aéreos israelíes sobre suelo sirio, a fin de neutralizar riesgos para la seguridad de Israel. Se calcula que cerca de 200 vuelos de esa naturaleza se efectuaron en el curso del último año, vuelos en los que el aparato militar israelí destruyó arsenales o convoyes de armas destinados al Hezbolá libanés o golpeó centros operativos de las fuerzas militares iraníes desplegadas en Siria, a raíz de su participación a favor de las fuerzas del presidente sirio Al Assad.
En ese escenario, Rusia ha sido el gran director que permite o no el movimiento de los diversos jugadores que participan en el ajedrez sirio. Putin ha logrado imponer las reglas del juego en la zona, de tal manera que a partir de su dominio absoluto decide cuándo y a quién se le puede poner un alto o, por el contrario, se le da luz verde para llevar a cabo determinadas operaciones militares. Lejos están los días en los que Washington jugaba ese papel en esa delicada y conflictiva región.
Pero resulta que el 17 de septiembre pasado, como producto de un incidente en el que en las cercanías de la población siria de Latakia, un avión Ilyushin ruso fue derribado por un misil antiaéreo de las fuerzas militares de Al Assad y en consecuencia murieron los 15 soldados que ahí viajaban, el esquema prevaleciente hasta entonces parece haberse derrumbado. Moscú ha acusado a Israel de lo ocurrido, ya que sostiene que, a pesar de que el misil provino de las fuerzas sirias, el hecho fue provocado por la negligencia, irresponsabilidad y falta de coordinación de los operativos aéreos israelíes efectuados cerca de ahí. Aduce que de alguna manera, Israel fue quien generó la confusión que propició el ataque involuntario de los sirios a la aeronave rusa.
La versión israelí sostiene en cambio que las cosas no fueron de esa manera, y por ende, se niega a asumir la responsabilidad por el hecho. Aun así, la postura rusa ha continuado sosteniendo lo contrario.
Una de las decisiones tomadas por Moscú en los siguientes días fue la de desplegar baterías antimisiles de defensa S-300, de fabricación rusa, alrededor de Damasco, lo cual volverá los eventuales ataques israelíes en la zona mucho más riesgosos y complicados. Se especula así, si esto significa que la luna de miel que ha existido entre Putin y Netanyahu ha llegado a su fin o si se trata tan sólo de un bache en la relación que será finalmente superado.
Hay, por lo tanto, nerviosismo en Israel porque se sospecha, también, que la acusación rusa pudiera ser una maniobra útil para justificar un cambio trascendente en la tradicional forma de manejo de los asuntos de Siria, de cara a nuevos cálculos relacionados con la etapa final de restauración del poder de Al Assad en Siria. Si eso es cierto y Moscú ata las manos de Israel y le pone obstáculos para enfrentar con eficacia las amenazas que para la seguridad del Estado judío representan tanto la presencia militar iraní en suelo sirio como el crecimiento de los arsenales de Hezbolá alimentados desde ahí mismo, Israel se verá en serios problemas.
Se dice que en el reciente encuentro en Nueva York entre Netanyahu y Trump, el premier israelí intentó persuadir a su colega estadunidense de mediar en esta crisis y conseguir de Putin una reducción de las tensiones, a fin de restaurar el statu quo anterior. ¿Querrá y podrá Trump intervenir en ese sentido? Nada puede anticiparse, más aun tratándose de un personaje como el actual inquilino de la Casa Blanca, cuya volubilidad es uno de sus rasgos más destacados.
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