SaveTheMusic presenta: Yom Kippur 5779, la música y el recuerdo

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En apenas un rato comenzarán a sonar las notas del Kol Nidre, esa melodía que conmueve al que conoce su significado tanto como al que no sabe nada de ello. Cuenta Theodor Reik que, al escucharla en casa de amigos, experimenta una profunda tristeza pero ignora de qué pieza se trata hasta que, informado por su anfitriona, recupera un viejo recuerdo: “Recordé -dice- mi infancia y las vacaciones en las que solía ir a la casa de mi abuelo, en un pequeño pueblo de Hungría, con mi madre y mi hermana…Durante mis visitas a ese pueblo, oí con frecuencia la antigua melodía del Kol Nidre y recordé la primitiva sinagoga, los hombres de túnicas blancas y barbas largas que se mecían al ritmo de las oraciones, mi abuelo junto a mí. Recordé la emoción de los feligreses al escuchar al cantante del Kol Nidre. Recordé los signos claros de contrición profunda de todos esos hombres con expresión solemne, y su conmovedora participación en la ceremonia…”

Una vieja melodía, cuyo origen se pierde en la noche de la historia, estremece hasta los huesos a quienes la escuchan. Es inevitable preguntarse cómo, por qué algo que parece tan lejano en tiempo y espacio, algo surgido de vivencias aparentemente tan extrañas a nuestra contemporaneidad tiene sin embargo una fuerza tal que atraviesa todas las defensas yoicas, todos los argumentos “laicos”, todas las invocaciones posmodernas. Es como si su cadencia tocara un núcleo íntimo e inerradicable, el corazón mismo de lo humano, más allá de creencias, ideologías o discursos conscientes.

Kol Nidre marca el comienzo de Iom Kipur, el Día del Perdón, la fecha más solemne del calendario hebreo. Sí, ya sé que hay explicaciones históricas -la oración se refería a los conversos a la fuerza en la Inquisición, que pedían el perdón divino por su aparente apostasía, y otras versiones igual de “lógicas”- pero los historiadores dudan de todas ellas. Lo que subsiste, de todos modos, es la potencia evocadora de su música y su letra, esa suerte de madalena proustiana no de un individuo, sino de un pueblo a lo largo de los milenios.


En mi caso, se me presenta de forma indudable. Cuando llegué a la adolescencia comencé -como corresponde- a cuestionar a mi padre y, con él, a la tradición que intentaba transmitir. Me distancié de ambos, me puse la camiseta de rebelde y atea, de militante de izquierda y de “la religión es el opio…”. En fin, ya sabemos el libreto de esa edad. Mi padre no era exactamente religioso, pero respetaba las fechas y los rituales. Ayunaba en Kipur, iba a la sinagoga a decir Izcor (oración de recordación de los muertos) por sus padres, armaba maravillosas cenas de Pesaj con las lecturas correspondientes… Dejé de apreciar todo eso, deseché durante años esas marcas, me creí una “mujer nueva” (siempre se habla del hombre nuevo, pero ahora podemos darle ese giro…). Hasta que, ya crecidita, madre de dos hijos y estrenando pareja, supe que mi papá estaba muy enfermo. Volví a verlo. Mi modo de recuperar algo del vínculo fue llevarlo a la sinagoga -él estaba muy débil- a escuchar Kol Nidre, que sabía muy importante para él. Después de veinte años de cruzar de vereda cada vez que pasaba frente a un shil, fue para mí una experiencia conmovedora. Nos quedamos de pie, juntos, sin hablar, temblando al son de las notas. Los dos llorábamos en silencio.

Al año siguiente mi papá murió. Sucesos fundamentales en mi vida me llevaron a recuperar mi judaísmo tanto como a rescatar a mi padre. Han pasado treinta años desde ese momento de retorno (teshuvá, en hebreo: lo que se hace precisamente en estas fechas).

Cada año, cuando estoy parada en la sinagoga y comienza a sonar Kol Nidre, me estremezco de tristeza, emoción, gratitud y dicha, todo junto. “Mi” Kol Nidre es la imagen de mi padre y yo juntos, él alto y apuesto aún, y algo que emana de él hacia mí como una vasija elevada que, por la fuerza de gravedad, traspasa su contenido hacia la más pequeña.

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¿Era eso la transmisión?

Ahora que soy grande -en la tercera edad, digamos-, entiendo algo. Kol Nidre es una de esas joyas que reúnen lo más arcaico con lo nuevo, o lo que se renueva vez a vez. Lo de todos con lo único y propio. La forma en que cada uno recibe y vivencia esa melodía que viene de tan lejos y la “mastica” según sus propias imágenes, sus sensaciones, sus memorias, es lo que mantiene la vitalidad de su fuerza. Lo universal vive de lo singular, y no al revés.

Entendí que el perdón, fuera de todo tufillo de moralina barata, se declina en tres dimensiones: perdonar, ser perdonado y perdonarse. Recobrar los dones que nos han sido deparados, liberarlos de amargura y crítica y poder traspasarlos a los otros.

De alguna manera -que no supe ver ni comprender en ese momento- mi padre me dejó ese legado. El reencuentro final marcó mi vida, me liberó de resentimientos y me ayudó a construir mi futuro.

Cada año revivo ese instante, me ligo nuevamente a la cadena de generaciones y deseo para mis hijos y mis nietos que puedan sostener el frágil, acogedor y potente hilo de la tradición.

¡Que seamos bien firmados en el Libro de la Vida!

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