Se acabó el tiempo, Chepo

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Las buenas vocaciones generalmente nacen de un acto de indignación. Mi propia carrera en el periodismo comenzó cuando la Femexfut despidió, en uno de esos actos de arbitrariedad que le han caracterizado, a César Luis Menotti de la dirección técnica de la selección mexicana. Sentí tal rabia que me decidí a escribir una pequeña, pero iracunda columna que terminó publicada en el diario regiomontano El Norte. Pero lo interesante no es mi (humilde) biografía, sino el origen de aquella rabia futbolera. Como el resto de la afición mexicana (o al menos la parte que no dejaba que la xenofobia ridícula les tapara los ojos), disfruté muchísimo de los meses de Menotti como técnico nacional. Después de años de impotencia, Menotti le había hecho creer al equipo no solo en su propia habilidad, sino en la importancia de la valentía. Años después, cuando ya me había convertido en periodista deportivo, entrevisté a buena parte de los seleccionados que habían jugado para Menotti. Me acuerdo de una charla que tuve con Ignacio Ambriz. Sencillo y sensato, Ambriz se había ganado un lugar con Menotti, a quien le gustaban la disciplina, la potencia y el carácter del hombre al que llamaba Negro. Cuando le pregunté a Ambriz por Menotti, me contó una anécdota reveladora. Menotti le había enseñado a ser valiente en la cancha, a jugar con arrojo, a mirar al rival con respeto, pero nunca con temor. Sobre todo le había enseñado a ser descarado. “Si quiere usted hacerle un sombrero en el área al rival, hágalo, Negro”, me acuerdo que me dijo Ambriz. Para él, como para muchos otros de sus compañeros, aquella resultó una manera nueva y refrescante de concebir el futbol: no desde el complejo, sino desde la bravura y el brío. Por eso me dio tanto coraje que corrieran a Menotti…

Lo cierto, sin embargo, es que el parteaguas que marcó el técnico argentino se mantuvo en los siguientes años. Las giras por Europa nunca volvieron a ser ejercicios de masoquismo. Unos meses después de la despedida de Menotti, Miguel Mejía Barón armaría un equipo que estaría a un pelo de salir campeón de América, después de jugarle de tú a tú a un equipo argentino virtuoso. Y así ha sido desde hace 20 años: México no ha dejado de jugar con una sana dosis de temeridad. Después de todo, México solo ha quedado eliminado tres veces en la primera ronda de competencias oficiales (en al menos 27 torneos de ese calibre desde el 93). Pero más allá de los resultados —que si no han sido espectaculares sí han sido dignos— está la manera como ha jugado México. No hay ninguna comparación entre los equipos de los últimos 20 años y los de las dos décadas anteriores. Ninguna selección mexicana desde el 93 puede compararse con esa monserga de equipo que fuera goleado (y aterrorizado) por los alemanes del 78. La clave ha estado en esa virtud que comenzó a inculcar Menotti y que han mantenido sus sucesores: el arrojo. Desde hace años, México ha sido todo menos un equipo de cobardes.

Hasta ahora.


Por primera vez en 20 años, el equipo mexicano ha traicionado los valores que fundaron esta nueva etapa del futbol nacional. El despliegue defensivo contra Italia no fue una estrategia para contener a un rival más talentoso: fue una claudicación. Ya lo decía David Faitelson aquí el lunes: México murió de nada. Yo modificaría ligeramente la frase de David: México murió de sí mismo; México se suicidó en Maracaná. De pronto, parece que José Manuel de la Torre ha decidido que la mejor manera de dirigir al equipo es convencer a sus jugadores de sus propias deficiencias, no de sus virtudes, como en su tiempo hiciera Menotti. Y eso es traicionar a una generación de futbolistas y aficionados. Y peor aún: es darle la espalda al camino recorrido, que tanto ha costado.

En el futbol, como en la vida, la cobardía es imperdonable. Por eso, Chepo debe irse.

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