Shoá, dos monumentos

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“La defensa de la existencia del Estado de Israel… es hoy un acto racional de elemental autodefensa sin el cual las conquistas políticas que disfrutan las sociedades avanzadas están en peligro de extinción”.

Ayer, día de la Shoá –palabra que dice el asesinato de seis millones de judíos por el nazismo–, Madrid inauguró su monumento a la memoria de esa aniquilación tras la cual Europa no volverá jamás a ser Europa. Pero el auténtico memorial madrileño a la Shoá, es éste de papel que tengo entre mis manos y que cierra esa desoladora conclusión con la cual he querido encabezar mi columna de hoy, a la manera en que se entona un kadish, una oración por los muertos. La oración de un no creyente en mi caso, y sospecho que también en el de los cuatro autores de la Guía didáctica de la Shoá, editada por la Consejería de Educación de la Comunidad de Madrid para uso del profesorado de enseñanza media.

Alberto Mira, Fernando Palmero, José Sánchez Tortosa y Raúl Fernández Vítores han completado con este libro un esfuerzo que no tiene precedente entre nosotros: aplicar el rigor intelectual más frío al más perturbador hecho del siglo veinte y quizá de la historia. Y aplicarlo sin un calificativo, sin un lamento ni una valoración. Fieles al mandato moral que Spinoza imponía al filósofo: no alegrarse ni entristecerse, no lamentar ni encolerizarse; entender sólo. Datos y análisis. Y la certeza –esencial para el que piensa– de que el mal posee una lógica tan implacablemente determinada como el bien. Y que de esa álgebra está tejida nuestra conciencia. No sólo la del nazismo. La del animal humano.


La muerte que nos fuerza a afrontar la Shoá –la muerte en masa, sin excepciones– no era un incidente adicional ni un resultado aleatorio. La muerte era la mercancía, a producir la cual todo estaba eficientemente planificado. Los campos de exterminio no tienen precedente en la historia humana, porque su rentabilidad –muy alta– se cifró en generar un solo producto: cadáveres. Que la Guía cifra meticulosamente: más de 150.000 en Chelmo, 434.508 en Beltzec, más de 150.000 en Sobibor, unos 800.000 en Treblinka, por encima de los 50.000 en Lublin-Majdanek, en torno a un millón en Auschwitz. Por limitar la contabilidad a sólo los seis campos específicamente dedicados al exterminio, sin más funciones.

La lógica implacable del exterminio va siendo rastreada en esta Guía. Las fábricas de muerte eran rentables. Y como tales fueron planificadas. Imponían al alemán medio –a la casi totalidad de los alemanes– la complacida certeza de que su gobierno cumplía las promesas de limpiar la patria de los parásitos que la envenenaban. Los dirigentes nazis supieron que ésa era la clave de su consenso nacional: “cumplir sus promesas revolucionarias y utópicas de progreso y bienestar para la creciente clase media alemana”.

Triunfaron los nazis en la aniquilación de un indefenso pueblo sin Estado. Israel es hoy la garantía de que ese triunfo no volverá a producirse.

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