En una sociedad plural deben tener derecho a participar en la vida pública todos los intereses que persigan fines lícitos; sean o no “populares”. Esto viene a cuento porque los grandes villanos en el discurso político son los empresarios, aunque son ellos quienes generan la riqueza que un país necesita para crecer y desarrollarse.
El problema es mayor cuando venimos de un sistema político que usó un doble discurso en sus relaciones con el sector privado. Por ejemplo, es difícil encontrar algún mural de los años veinte hasta mediados del siglo pasado donde no aparezcan empresarios con mirada voraz, abrazando un costal de dinero y –para beneplácito de quienes vivían a la espera de la justicia revolucionaria– enfrentando el linchamiento de obreros y campesinos.
Sin embargo, la realidad era distinta: el sistema permitía la acumulación de capital, aunque bajo estrictos controles. El artículo 27 constitucional no garantiza la propiedad privada, por lo que el empresario debía tener mucho cuidado de no golpear al régimen y enfrentar una expropiación o invasión de predios. Hasta mediados de los años noventa del siglo pasado, la afiliación a las cámaras era obligatoria. Y el marco normativo en materias como la laboral y los monopolios no genera condiciones para una libre competencia.
Todavía más, hay políticos que piensan que el sector privado no debería participar abiertamente en la política porque implicaría la intervención de “intereses económicos”, cuando por décadas, el PRI ha dado asientos en los órganos legislativos a la CTM y la CNC; creando la poco democrática idea de que hay grupos “buenos” y “malos”.
La semana pasada, la revista Forbes publicó en su portal de Internet extractos de una entrevista a Carlos Slim, donde afirma que los empresarios resolverían más fácilmente los problemas de México debido a que tienen más experiencia manejando recursos que los políticos. Todavía más cuando los últimos, según el empresario, sólo piensan en elecciones y popularidad. ¿Qué tan cierta es esa afirmación?
Aunque se espera que un empresario tenga amplia experiencia en el manejo de recursos, las perspectivas entre los sectores público y privado son distintas; lo cual hace la diferencia entre administrar y gobernar sin que eso demerite a alguno de los actores.
Para decir lo anterior de otra forma, una empresa, por más grande que sea, representa a uno de tantos grupos de interés que existen en toda sociedad moderna. Es decir, su perspectiva será siempre parcial. En ese esquema muchas veces lucharán contra otros por bienes limitados, aunque pueden aliarse en ocasiones. Por ello, sus relaciones con el sector público se concentrarán en influir en la asignación de esos bienes frente al gobierno o al Congreso.
Por otra parte, en los órganos públicos convergen todos los intereses parciales de la sociedad, ya sea porque estén representados en una asamblea o porque tengan que cabildear. De esta forma un político debe desarrollar habilidades distintas a los empresarios, como mediar entre intereses distintos para generar mejores leyes y políticas públicas donde nadie salga perjudicado.
¿Puede un empresario ser un buen político? No necesariamente, toda vez que no se requieren exactamente las mismas habilidades para triunfar en cualquiera de estos sectores. Y a final de cuentas, sólo un empresario con alguna ambición pública se decidiría a dar el salto, dados los costos de oportunidad podría implicar.
No obstante lo anterior, hay dos criterios empresariales que podrían servir para entender mejor a la política:
En primer lugar, el principio de teoría organizacional según el cual 95% de los problemas se debe a procesos fallidos antes que a errores de las personas. Se nos ha hecho creer que el cambio político vendrá a través de la alternancia en el poder, y esto ha arrojado resultados muy pobres. Sería recomendable que los empresarios, en lugar de pensar que la solución a los problemas dependerá de tal o cual candidato, comenzaran a analizar las reglas del juego desde esta perspectiva. Quizás las demandas cambarían considerablemente.
El segundo criterio es más práctico. Un empresario sabe que necesita evaluar constantemente a su personal, pudiéndolo premiar con la promoción o castigarlo con el despido. En este punto una empresa y una democracia funcional son idénticas. Los políticos no son entes morales que deberían tomar decisiones con base en algo que se llama “los intereses nacionales”. Tampoco resuelven los problemas gracias a su “voluntad” por negociar. Lejos de ello, en casi todos los países los gobernantes y legisladores se sujetan a la evaluación de la ciudadanía al competir por el mismo puesto que ocupan. Aquí no sucede y por eso los partidos deciden los premios y castigos que darán a sus afiliados, no nosotros.
Los empresarios son actores relevantes para la vida de nuestro país. Sin embargo, y aunque el sector privado comparte muchos principios organizacionales con el público, hay diferencias que marcan las habilidades y vocaciones que se necesitan para triunfar. ¿Serían los empresarios buenos políticos, como afirma Slim? No necesariamente.
Por ello es recomendable que, si desea ser competitivo, el empresario conozca más los procesos, lenguajes y reglas de la vida pública; aunque no implique necesariamente postularse a un cargo en el ejecutivo o el legislativo. A esto se le puede llamar “invertir en política”.
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