Los brutales atentados terroristas cometidos en París el viernes pasado son, justificadamente, el tema central en las noticias de estos días. Existe una conmoción generalizada por esos repentinos bombazos y ráfagas de armas automáticas que, en cosa de minutos, acabaron con la vida de docenas de personas e hirieron a tantas más. Fueron actos que, además de cobrar su macabra cuota de víctimas inocentes, indiscriminadamente tocadas por el fuego del terror islamista, significan un desafío de dimensiones colosales para la vida no sólo de Francia, sino de una multiplicidad de naciones que están en la mira de los yihadistas desde hace tiempo.
Aún es incierto si, como se ha afirmado, el Estado Islámico o ISIS ha sido el responsable, o si Al-Qaeda, recuperando protagonismo, ha sido quien estuvo tras los recientes actos de terror. Pero sea uno o el otro, algunos de sus funestos resultados se perfilan ya. Habrá un severo examen acerca del funcionamiento de las fuerzas de seguridad e inteligencia galas que no lograron detectar lo que se incubaba. Habrá también, de seguro, disposiciones nuevas tendientes a localizar implicados, lo mismo que a descubrir embrionarios proyectos que pretendan repetir ordalías como la padecida el viernes. Y, lamentablemente, todo esto irá acompañado, quiérase o no, de un deterioro de la vida pública libre donde valores caros a la democracia sufrirán menoscabo a partir de la necesidad de conseguir un control más severo que impida a los yihadistas repetir sus fechorías criminales.
En este contexto, las políticas del manejo de fronteras abiertas dentro de la Unión Europea sufrirán cuestionamientos y probables modificaciones acordes con las demandas de reforzamiento de la seguridad. Qué tanto eso cambiará la dinámica económica y los lineamientos integracionistas dentro del territorio europeo, es algo que está por verse, pero desde ya, es algo que se anuncia costoso y contrario a los ideales que guiaron al proyecto de una Europa unida.
Aunada a estos dilemas, que ya de por sí flotaban en el ambiente antes de los atentados, está la realidad evidente de que a un lado del dolor, el duelo y la conmoción por lo ocurrido, hay dos sectores que se regocijan ante la tragedia. Uno de ellos es el de las corrientes yihadistas, que celebran lo que consideran un triunfo en su estrategia de combate a sus presuntos enemigos y, el otro, el de los segmentos de la ultraderecha internacional, que ven con una no tan disimulada alegría la posibilidad de desplegar con mayor legitimidad su xenofobia y su racismo de forma indiscriminada.
Poco valen para ellos —y más bien son repudiadas— las políticas humanitarias que en estos tiempos son imprescindibles para tratar el problema gigantesco de los millones de refugiados que buscan salvarse de genocidios y guerras sin fin. Les ha caído del cielo una justificación ideal para radicalizar sus posturas de rechazo a los inmigrantes y, en general, a todos los diferentes que no se ajustan al modelo del europeo blanco y de raíces cristianas que consideran emblema de la identidad europea pura. A pocas horas de ocurridos los atentados en París se anunció que un campo de refugiados en Calais que albergaba sirios, afganos, somalíes y sudaneses —muchísimos de ellos salidos de sus patrias escapando de los yihadistas— había sido incendiado probablemente con toda intención y como venganza. Y ese hecho revela, sin duda, una cara más de la descomposición social y moral que, como en una tragedia griega, se cierne sobre Europa, pero no sólo ahí. También, por desgracia, en muchos otros espacios de este mundo globalizado es esperable un contagio de esas ideologías radicales, contagio que tiende a multiplicarse exponencialmente a partir de la fluidez de la información y las capacidades inherentes a las redes sociales. Se ha abierto así, una terrorífica caja de Pandora.
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