La incertidumbre global sigue aumentando sus alcances. Si conocíamos un cierto orden que daba una relativa estabilidad al mundo, hoy ese orden ha desaparecido. Los roles tradicionales encarnados por las potencias que de alguna manera imponían la dirección en multitud de aspectos concernientes a la geopolítica planetaria, se han desdibujado y no alcanzan aún a cobrar perfiles claros. Puede afirmarse que la responsabilidad mayor por ese resquebrajamiento recae sobre los hombros del presidente Donald Trump, quien ha usado el poder a su cargo para destruir muchos de los basamentos de la convivencia global construidos pacientemente a lo largo de décadas. No más acuerdo para el combate del cambio climático, no más vigencia de los tratados comerciales pactados, no más apego a las políticas humanitarias de refugio que caracterizaron a su país como un espacio de acogida de los perseguidos, no más nada que recordara a su antecesor Barack Obama, todo bajo la consigna de “América primero”, que tanto cautivó al público chauvinista dispuesto a apoyarlo fervorosamente.
Hoy, con su anuncio de que abandona el compromiso pactado con Irán y otras cinco potencias en 2015 y la consecuente reimposición de sanciones a la nación persa, el panorama a la vista puede ser metafóricamente descrito como el que se produce cuando un castillo de naipes se derrumba a partir de que alguien movió una de las cartas y sobrevino el derrumbe. En Oriente Medio, las tensiones previamente existentes en el entorno sirio-israelí y en el contexto de la guerra civil en Yemen adquieren un carácter mucho más beligerante e impulsivo; en Irán las masas toman las calles para vociferar contra Estados Unidos, quemar banderas y retomar las posturas radicales de antaño, fortaleciendo así la posibilidad de que la línea dura previa a la gestión del presidente Rohani se reimponga; los tres países más centrales en la Unión Europea, Gran Bretaña, Alemania y Francia, se despegan de Washington indignados por la decisión unilateral de Trump, declarando que, como lo dijera el ministro de finanzas francés, “no seremos vasallos de Estados Unidos”, aludiendo a la línea a seguir a partir de ahora.
En ese caldeado ambiente, aflora la incertidumbre de si el acuerdo podrá ser respetado por quienes siguen en él; de si los tres países europeos lograrán capear el efecto de las sanciones que se impondrán desde Washington y que podrían sin duda ejercer una presión sobre las corporaciones europeas que tienen tratos con Irán; de si el régimen de los ayatolas decidirá que puede infringir también él los compromisos pactados y reemprender su desarrollo nuclear con fines bélicos.
Es aún pronto para prever a dónde conducirá esta crisis que está dejando tantos cabos sueltos, pero lo que sí es claro es que en esta complejísima madeja en la que las directrices que ordenaban las cosas han desaparecido, cualquier error de cálculo de alguno de los protagonistas de este drama tiene la capacidad de provocar dinámicas incendiarias de alcances globales. El Oriente Medio tiene ahora más probabilidades de profundizar sus desequilibrios con un Irán agraviado y con Israel y Arabia Saudita envalentonados, mientras que el distanciamiento entre Estados Unidos y sus aliados europeos, que cobró impulso desde la toma del poder de Trump, adquiere hoy nuevas y preocupantes dimensiones. Y aún faltaría por ver además qué tanto el precedente del abandono unilateral de Estados Unidos del acuerdo con Irán dificultará la posibilidad de que Corea del Norte acepte renunciar a su programa nuclear.
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