Tocaron a la puerta y se dio la coincidencia de que un par de muchachos, muy jovencitos me ofrecieron el libro del Mormón, que si estaba interesada, que si lo había leído, si sabía algo acerca del profeta Joseph Smith y claro que la curiosidad mató al gato ya que desde ese instante, por lo menos una vez a la semana, dos jóvenes de traje y corbata, camisa blanca impecable y siempre una amplia sonrisa se sentaban en la sala de mi casa a hablarme acerca de la historia de los mormones, los ideales de muchos de ellos, sus metas, las mil y una persecuciones de las que fueron objeto y el cómo llegar a ser un mejor ser humano, si desde luego uno sigue sus enseñanzas.
Todo esto viene a flote debido a la posible elección de Mitt Romney, candidato Republicano a la Presidencia de los Estados Unidos e intentando descifrar un poco el verdadero pensamiento que seguramente lo acosa en cuanto está solo, al escuchar su voz interior, los dilemas de su alma, la constante efervescencia mental de un hombre que seguramente ha estado poseído por una intensa pasión mormona y que en unas semanas más intentará convertirse en Presidente de los Estados Unidos.
En los meses en los cuales conviví con los mormones no me sentí fuera de este mundo, ni tampoco inserta en una burbuja especial que me arrastró contra corriente de mis pensamientos.
Por el contrario, tras las primeras lecturas del libro del Mormón me invadió una calma extraordinaria que me llevo a devorar más y más páginas sobre la vida y el pensar de los mormones. Fue una especie de caja de Pandora que me orilló a regresar en el tiempo, una burbuja casi mágica entre batallas y explicaciones llenas de surrealismo y ecos bíblicos.
Me fui dando cuenta que los mormones eran tan terrestres como cualquier otro grupo religioso que intenta dar cabida a sus creencias, llenos de curiosidad, pasiones y extremismo, gente común y corriente, como cualquiera de nosotros. Finalmente fui invitada a uno de los servicios dominicales que los mormones celebran cada semana. Hombres y mujeres de carne y hueso, sumamente amables y sonrientes que me dieron una gran bienvenida.
Así fui conociendo a familias enteras de mormones, dedicados en su mayoría a llevar una vida tranquila y en paz, siguiendo los lineamientos impuestos por el patriarca Joseph Smith, desde hace tantísimo tiempo e intentando dejar a un lado las mil habladurías, persecuciones y voces que a lo largo de su historia los han condenado como una secta religiosa llena de violencia, caos y un sin fin de señalamientos que inevitablemente los han marcado.
Si hay algo que me gusta de los mormones es su sencillez y simplicidad para ver las cosas, una extraña dualidad que confunde.
Como salidos de un cuento de hadas respetan y dan gran valor a muchos hechos históricos y anécdotas que para nosotros, en este mundo tan conflictivo y enloquecedor parecen irreales, muy diferentes al mundo materialista en el que vivimos.
El poder asistir a algunos de los servicios un domingo cualquiera fue para mí toda una odisea.
Las clases que ofrecen, los cuestionamientos, el tratar de simplificar el día domingo, el rendir pleitesía al creador del universo, el quedarse en la casa, el no ir de compras, el no tomar café o té o cualquier irritante que nos aleje de nuestro centro, nuestras casillas, el ser nosotros, la sencillez, el llevar una vida lo más simple y natural, el ir descubriendo que el máximo placer quedaba centrado en la comida, lo más delicioso que jamás haya probado y el estarme ese domingo y muchos más, sentada y en paz, anhelando la calma y la comunión con Dios.
Los hombres bien vestidos, mostrando respeto a Dios, las mujeres con sus biblias bajo el brazo, sonrientes, aparentemente satisfechas de su
mundo, de sus hijos, sus muchos hijos ya que es lo lógico dar a luz, los hijos que Dios envíe.
Muchas veces terminé yendo a comer a casa de una familia u otra, siempre bien recibida, siempre respetuosos, siempre atentos a que poco
a poco sentara cabeza y tal vez, por esas cosas de la vida, me convirtiera a la fe mormona.
Cientos y miles de horas hablando sobre Dios, sobre el papel de los hombres en la tierra, sobre los mil y un millón de demonios que nos rodean,
sobre la locura del mundo externo que sigue trastornándonos y enloqueciendo a todos más y más.
Fui a juntas, a clases, me entrevistaron y finalmente me dejé convencer de que el ser mormona estaba en mi cauce directo al cielo y poco a poco me hice a la idea y entré en cintura.
Fueron largos meses de aprendizaje, de un apasionado diálogo y el del convencerme a mi misma que lo que estaba por hacer, era lo correcto, lo que en verdad transformaría toda mi vida.
Ahora pienso en Mitt Romney tras haber sido obispo de su iglesia por varios años, su fe, su visión tan única de lo que conforma la estructura exterior, el mundo del afuera, el pecado, un conglomerado visionario de ángeles y demonios porque de lo que sí estoy segura es que para Mitt Romney el mundo del afuera es un peligro, un verdadero conflicto entre el ser y el deber, la dificultad de poder entrelazarse y aceptar otras ideas, los mil millones de tumultuosos pensamientos que como enjambre culminan lo que es el universo exterior, los tantos hombres y mujeres asomados a un balcón tan disperso y anodino, tan loco, diría yo. Porque lo que sí puedo asegurar es que existe un verdadero abismo entre lo que Mitt Romney ve y cree a lo que nosotros, los del mundo exterior opinamos y vemos. Enloquecedor ciertamente el que Mitt Romney haya aceptado la candidatura para la presidencia en los Estados Unidos y donde todo lo que llegue a hacer va en constante contradicción con
sus verdaderas creencias.
Y lo que nunca logró convencerme y lo que poco a poco volvió a arrástrame a la vieja hoguera de la perdición fue primeramente la visión de mi misma, mi feminidad tan súbitamente amenazada y tan retrógrada, tan limitada e inclinada a no sobrevivir, a dejarme aplastar, a pesar de las mil palabras bellas con las que me pintaron el entorno.
Decididamente mi mujer no tuvo cabida entre los mormones y la constante retórica, una y otra vez intentando convencerme de que los homosexuales eran un nefasto y obsoleto enjambre de seres perdidos entre las llamaradas del infierno.
Con eso tuve. No regresé más a los servicios a pesar de la tentación de la mejor comida del mundo, a pesar de su gente tan sencilla y amena,
a pesar de que una y otra vez me pregunto, entre ensueños y viejos vericuetos si Mitt Romney ha dicho todo lo que es, lo que verdaderamente piensa, el choque interno que ha de experimentar al no poder realmente decir lo que piensa, mientras los debates van y vienen y la gente se decide a votar, votan sin saber a ciencia cierta quién es Mitt Romney.
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