Tan sólo en las últimas semanas más de 200 personas han sido asesinadas en Pakistán en una serie de atentados perpetrados por terroristas talibanes. De igual modo y según reportes de la ONU, desde el 13 de octubre pasado cerca de 32 mil civiles han huido de las zonas donde esta violencia se desarrolla, sumándose a decenas de miles más que hace poco les precedieron en la estampida generada por el dicho terror. Y por si fuera poco, el atentado que el viernes pasado cobró la vida de ocho personas fue obra de un suicida que se detonó en las afueras de una importante instalación de la fuerza aérea pakistaní de la que corrió el rumor que se trataba de un sitio conectado con el programa nuclear de ese país. Todo esto se produce dentro del contexto de una mayúscula ofensiva del ejército de Karachi contra los centros operativos de las milicias talibanas en Waziristan del sur, cerca de la frontera afgana, y constituye sin duda una ominosa señal de que la escalada de violencia puede extenderse con suma facilidad hacia áreas urbanas.
¿Quiénes son y de dónde salieron estos abanderados de la guerra santa islámica (jihadistas) capaces de sembrar la muerte indiscriminadamente entre los “infieles” que no se plieguen a la ley coránica de acuerdo a la rígida e inhumana interpretación que ellos sustentan? Se trata de una corriente religiosa-militar fundamentalista y de raíces rurales que empezó a ser conocida en el mundo en la década de los noventa del siglo pasado cuando después de una cruenta guerra civil en Afganistán tras la retirada soviética, tomó Kabul y el poder central de ese país en 1994. El talibán, que significa estudiante (de las madrasas coránicas) tuvo como objetivo declarado el transformar a la capital afgana en una “ciudad de Dios” para lo cual impuso una serie de medidas cuyo salvajismo fue evidente. Todos los signos de “occidentalización” fueron borrados; las mujeres tuvieron que desaparecer de los lugares públicos, dejar de trabajar y estudiar, ocultar sus cuerpos bajo las pesadas telas de “burkas” que las cubrían totalmente y les permitían ver sólo a través de una tupida redecilla sobre sus ojos; la música fue prohibida, lo mismo que la televisión, el volar papalotes y jugar ajedrez o futbol; el adulterio quedó penalizado con lapidación, la ingestión de bebidas alcohólicas con latigazos y el robo con mutilación de miembros; la única ley vigente quedó siendo pues la sharía o ley islámica entendida en su versión más estrecha y deshumanizada.
La mayoría de los talibanes provenía de la tribu de los pashtunes presente en territorios tanto afganos como pakistaníes. El poder que este grupo logró consolidar en Afganistán tendió a estimular los apetitos de sus correligionarios de Pakistán donde miles de madrasas florecieron con más fuerza a partir de entonces. Desde ahí se encargaron de inyectar el amor a la muerte en nombre de la fe entre nutridas masas de adolescentes sometidos a intensos lavados de cerebro que les prometían el paraíso a cambio de su combate sin cuartel contra los infieles. Dentro de su furor por purificar sus territorios de cualquier signo de idolatría, los talibanes de Afganistán emprendieron en 2001 la demolición mediante explosivos de los gigantescos Budas de Bamiyan, antiguas esculturas monumentales talladas desde el siglo V en las laderas de un acantilado y consideradas patrimonio cultural de la humanidad.
Por supuesto el fanatismo feroz de los talibanes coincidió con la ideología extremista enarbolada por militantes árabes de la jihad del tipo de Osama Bin Laden. Al Qaeda encontró por tanto en territorios talibanes el refugio ideal para preparar cuidadosamente sus planes de violencia antioccidental que llegarían a su culminación con los atentados del 11 de septiembre de 2001 en Estados Unidos. A partir de entonces, Afganistán se convirtió en el blanco de una guerra emprendida por Washington y diversos aliados suyos que compartían su causa, guerra que a pesar de haber derrocado a los talibanes pocos meses después, hoy presenta un recalentamiento que se ha extendido a territorio pakistaní donde el poder talibán ha desatado una ofensiva que intenta ser detenida por las fuerzas gubernamentales de ese país.
Hay actualmente por tanto dos grandes frentes de combate contra las renacidas fuerzas del talibán que han ido ganando terreno en los últimos tiempos. Uno de ellos es Afganistán donde actúa el ejército estadounidense combinado con fuerzas militares de varios países occidentales. Ahí la lucha se ha tornado cada vez más cruenta y riesgosa, agravada por el hecho de que el gobierno afgano en funciones constituye una entidad débil y controvertida, plagada de ineficiencia y corruptelas como la que se presentó en las últimas elecciones nacionales donde el fraude electoral detectado ha obligado a la programación de una segunda vuelta electoral. Para la administración del presidente Obama este conflicto representa quizás el mayor desafío en términos de política exterior conectada con la seguridad nacional e internacional.
El otro frente se ubica en Pakistán. Ahí las fuerzas militares de esta nación son las que oficialmente y con el respaldo de Washington libran los combates anti-talibanes, pero tal y como lo habían advertido desde hace tiempo observadores de esa realidad, como el francés Bernard-Henri Levi, la situación resulta extraordinariamente compleja en la medida en que militantes e ideólogos jihadistas están incrustados en buena parte de las propias estructuras gubernamentales ejerciendo así un peligroso doble juego. La condición de Pakistán de nación poseedora de armamento nuclear potencia el nivel de riesgo y peligrosidad que representa, al ser sus arsenales objetivos codiciados por los talibanes. Es escalofriante imaginar que en caso de obtenerlos, ellos no dudarían en hacer uso de ellos para alcanzar sus fanatizados objetivos.
Así, más allá de si algún día se captura a Bin Laden y sus secuaces resguardados probablemente en las cuevas y montañas de esas regiones, el combate contra las fuerzas del talibán se ha convertido en estos tiempos en la campaña militar de más trascendencia para la seguridad a nivel planetario por la magnitud del peligro que significa que una fuerza con ese altísimo grado de extremismo y brutalidad pueda apoderarse del armamento nuclear ahí almacenado.
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