Un suicidio palestino

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Una pregunta retorna, cada vez que el odio estalla, como sucede ahora, en Palestina: ¿por qué fracasaron los acuerdos de Oslo? Porque su lógica se asentaba sobre una racionalidad demasiado obvia: que un Estado moderno puede ser consolidado sobre cualquier territorio y, con ayuda económica inicial, gestar una sociedad próspera. Así sucedió con Israel, a partir de 1948. No hubiera debido existir obstáculo para que igual pasara con Cisjordania y Gaza tras los acuerdos de 1993.

El proyecto era sensato: una Palestina moderna tendría el mayor interés en preservar buenas relaciones con su vecino. Era sensato. E inviable. Por una determinación fundante: Islam y capitalismo son incompatibles. Al cabo de veinte años, los rebotes del terror palestino dan fe de ese callejón sin salida. Que reposa sobre la volatilización de todas las aportaciones internacionales. Y la consolidación del odio a los distintos: aquellos que, con menor ayuda externa, han construido una sociedad próspera.

Y ese terror es cada vez menos político y más un afecto exterminador, cuya lógica viene del rencor sin cálculos racionales. La oleada de asesinatos a punta de cuchillo o atropello no responde a la rentabilidad canónica del terrorismo: matar mucho con pocas bajas propias. El apuñalamiento o el atropello eliminan a un número muy limitado de enemigos, antes de que el ejecutor sea abatido. La rentabilidad es ahora individual: el placer de la venganza. Puede que ni siquiera quepa llamar a estos degüellos o aplastamientos terrorismo. Y sí, crimen pasional-religioso. El asesino, al morir, no consuma proyecto funcional alguno. Satisface su odio. Y hace de su impotencia alarido sacro.


Podríamos, a primera vista, pensar que esa personalización afectiva del viejo crimen político es menos peligrosa que la técnicamente tan organizada de los años setenta. Nos equivocaremos. No hay ahora una OLP, ni un FPLP, ni un Septiembre Negro, que den continuidad logística ni planificación estratégica a los asesinatos. Hay algo más difuso. E igual de operativo. Y mucho más difícil de combatir. Hay la religión oscura que, en el acto sagrado de matar al adversario de su Dios, pone la puerta del cielo. Tal es el perseverante anacronismo del Islam. Obstáculo impermeable a cualquier modernidad económica, como a cualquier modernidad política.

Países que en los años setenta partían de una pobreza mucho más honda que la de Palestina, son hoy potencias emergentes. En Asia, sobre todo. Los dirigentes de la OLP recibieron, en ese período –y, más aún, a partir de Oslo–, ayudas que no admiten comparación con las de ningún otro país subvencionado. La corrupción se lo tragó todo. Todo. Y nadie ha logrado jamás saber cuál es la cifra de las cuentas suizas de Arafat, por apropiarse de las cuales batallaron la OLP y su viuda.

Acuchillar a anónimos judíos no es una apuesta política: el judío es el demonio que, en la imaginación palestina, refleja la vergüenza del fracaso propio. No hay cura para ese resentimiento.

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