Una consecuencia ignorada de la Guerra de los Seis Días

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Hace cincuenta años, el mundo era sacudido por la guerra que enfrentó a Israel con sus vecinos árabes, detonada por las espeluznantes amenazas de Egipto y Siria de querer aniquilar al Estado judío, la movilización de tropas hacia las fronteras de Israel y la presión árabe a la ONU para que retirara las fuerzas de paz de la península del Sinaí. Pero, a los pocos días, los combates estallaron en un lugar lejano, a miles de kilómetros y más allá de la mirada de los medios de comunicación. Se trata de la sanguinaria campaña llevada a cabo en Libia para expulsar a la ya reducida comunidad judía de su hogar histórico.

Para los cuatro mil judíos que allí vivían, remanentes de una comunidad que llegó a tener 40 mil miembros, este fue el tercer y último pogromo sufrido desde 1945, y el final de una historia rica, compleja, pero a la vez poco conocida.

Los judíos vivieron de forma continua en Libia por más de dos mil años, desde los tiempos del monarca Ptolomeo I, en el tercer siglo a. C. Su presencia antecede en más de 900 años a la conquista musulmana y subsiguiente ocupación de dichas tierras, ocurridas en el 642 de la era común. Con el tiempo, la comunidad se amplió con bereberes que se convirtieron al judaísmo, judíos que huyeron de la inquisición española y portuguesa del siglo XVI y, desde el siglo XVII, con judíos que llegaron de Italia. En 1911, el año en que concluyó la dominación otomana en Libia y comenzó el control italiano, la población judía llegaba a 20 mil personas. En 1945 esta se había casi duplicado.


El final de la Segunda Guerra Mundial encontró a Libia bajo dominio británico. La vasta mayoría de los judíos de Libia había sobrevivido, pese al confinamiento de varios miles en los campos de labores forzados establecidos por la Italia fascista, y la deportación de un número menor a los campos de exterminio nazis. Hasta este momento, debe notarse que las relaciones entre musulmanes y judíos en Libia fueron, por lo general, cordiales.

A principios de 1945, sin embargo, la propaganda panislámica y antisionista de la Liga Árabe propagó las llamas del odio en Libia, resultando en violentos disturbios contra los residentes judíos: 130 muertos y nueve sinagogas destruidas fue el saldo de estos ataques.

Un segundo pogromo ocurrió tres años después, responsabilidad de los nacionalistas libios ávidos de independizarse de Gran Bretaña. Una rápida respuesta británica y la autodefensa de los judíos sirvieron para limitar el daño. De todas formas, 15 judíos fueron asesinados y cientos quedaron sin hogar.

La nueva atmósfera de miedo e inseguridad, por un lado, y la poderosa atracción que ejercía el nuevo Estado de Israel, por el otro, llevó a la emigración de todos excepto seis mil judíos en diciembre de 1951, el año en que Libia logró su independencia.

Pese a las garantías constitucionales provistas por la nueva nación libia, gradualmente fueron impuestas muchas restricciones a los judíos. Para 1961, los judíos no podían votar, acceder a cargos públicos, servir en el ejército, obtener pasaportes, comprar propiedades, adquirir la propiedad mayoritaria en empresas o estar a cargo de sus propios asuntos comunitarios. Así y todo, muchos judíos se quedaron, ligados de forma umbilical a su tierra ancestral y esperando vanamente, pese a toda evidencia en contrario, el advenimiento de tiempos mejores.

Entonces, en junio de 1967 estalló la guerra en el Medio Oriente. Encendidos por las apelaciones panarabistas de Nasser, hordas de libios salieron a las calles y atacaron a la comunidad judía.

Cuando volvió la calma, 18 judíos en Trípoli habían sido asesinados. El número de víctimas podría haber sido aún mayor, de no haber sido por el coraje de Cesare Pasquinelli, el embajador italiano en Libia, que ordenó a todas las misiones diplomáticas en el país que extendieran su protección a los judíos. Algunos pocos musulmanes ayudaron también, incluyendo quien escondió por dos semanas a la adolescente que años después sería mi esposa, junto con sus padres y siete hermanos, hasta que tuvieron la posibilidad de salir del país. Dice mucho que este justo libio, que puso su vida en peligro, rechazó cualquier tipo de reconocimiento público, temiendo por su vida por salvar a judíos.

En el trascurso de semanas, el gobierno libio instó a los judíos restantes a salir del país “de forma temporal”. A cada uno se le permitió llevar una maleta y el equivalente de 50 dólares. La mayoría se fue a Israel, dos mil a Italia. En muchos aspectos, el destino trágico de los judíos de Libia no fue distinto al de los cientos de miles de judíos en otros países árabes.

Para sorpresa de pocos, este éxodo temporal se hizo permanente. El coronel Muammar Khadafi tomó el poder en 1969 y al año siguiente anunció una serie de leyes para confiscar los bienes de los judíos y, como forma de “compensación justa”, les dio bonos a 15 años. Como era de esperarse, 1985 llegó y ninguna compensación fue efectuada.

Así, con tan sólo unas pocas protestas a nivel internacional, escasa atención de los medios y el silencio de las Naciones Unidas, la otrora floreciente comunidad judía, como tantas otras en el mundo árabe, llegó a su final y de esta forma, la diversidad en la región recibió otro golpe irreversible.

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