Las dos principales etnias ruandesas, la hutu -entonces en el gobierno- y los rebeldes tutsis, libraban una cruenta guerra civil en esta antigua colonia belga que obtuvo su independencia en 1962. Se esperaba que los cinco acuerdos o protocolos de octubre de 1993 firmados en la ciudad de Arusha en Tanzania, entre el oficial Movimiento Republicano Nacional por la Democracia y el Desarrollo (MRND), que lideraba el entones presidente vitalicio Juvénal Habyarimana, y el Frente Patriótico Ruandés (RPF), encabezado por el tutsi Paul Kagame, por fin producirían la paz duradera o cuando menos el inicio del diálogo traducible a logros concretos entre los dos grupos enfrentados.
Los líderes hutus de Ruanda tenían planes muy distintos y enfilaron la historia por un atroz camino ese 7 de junio de 1994. El avión Falcon 50, obsequio del gobierno de Francia a Habyarimana –líder de su país desde 1973, año en que derrocó a su antecesor Grégoire Kayibanda- llegaba al espacio aéreo cercano al aeropuerto de Kigali, capital ruandesa. Había asistido, junto con otros líderes, a una cumbre en Dar es-Salaam para destrabar negociaciones. Lo acompañaba el presidente de la vecina Burundi, Cyprien Ntaryamira. La aeronave fue alcanzada por misiles –lanzados, de acuerdo a las hipótesis más sólidas, por elementos de las fuerzas hutu- y se desplomó causando la muerte de todos los tripulantes. Así se marcó el inexorable derrotero decretado por la clase política y militar que propagaba la ideología eliminacionista del Hutu Power.
Desde octubre de 1993 se encontraba en Kigali la Misión de Asistencia de las Naciones Unidas para Ruanda. En vísperas del desastre aéreo, Romeo Dallaire, oficial canadiense encargado de las fuerzas de paz, recibió noticias graves de un informante que pertenecía al Akazu o grupo compacto hutu, que contaba entre sus filas a Agathe Kanziga, esposa de Habyarimana, y que no veía con buenos ojos las tentativas de establecer una tregua duradera entre los dos grupos en pugna y la eventual distribución de poder entre las partes. La facción radical hutu temía perder sus prerrogativas y elaboraba entre las huestes a su servicio una Solución Final contra toda la población tutsi.
Desde tiempos de la administración belga, los documentos de identidad incluían un apartado para el origen étnico; este trámite facilitó la masacre indiscriminada de tutsis durante los tres meses que duró el Genocidio de 1994. En términos numéricos y con recursos limitados, el exterminio fue tanto o más eficiente que la labor realizada por el nacional socialismo durante la segunda guerra mundial.
Las armas de uso común fueron las panga, machetes importado de China en cantidades industriales por el multimillonario Félicien Kabuga, y distribuido en espera de que las brigadas paramilitares del Interahamwe recibieran órdenes superiores emitidas por el general genocida Theoneste Bagosora y otros mandos castrenses, funcionarios del gobierno y burgomaestres o gobernadores provinciales. Una amplia burocracia con presencia en todo el país, debidamente ideologizada y dispuesta a cometer crímenes indecibles a nombre del particularismo y la aniquilación del Otro propios de regímenes totalitarios.
En la actualidad, y tras largas esperas, muchos de los principales responsables fueron procesados por el Tribunal Internacional establecido para tal efecto, aunque muchos cabecillas como Kabuga y sus cómplices continúan prófugos y reciben múltiples apoyos por parte de países como Kenia.
Mbaye Diange. Foto del oficial senegalés de UNAMIR durante el genocidio en Ruanda. Vía Wars of Summer.
Ante la indiferencia internacional, destaca el ejemplo de un capitán senegalés adscrito a las fuerzas de paz de la ONU acantonadas en Kigali capital, bajo las órdenes del canadiense Dallaire. Su nombre era Mbaye Diagne, y gracias a sus buenos oficios –como el caso del sueco Raoul Wallenberg y la población judía de Budapest en 1944- consiguieron salvar incontables vidas.
El cuerpo amortajado de Mbaye Diagne, un héroe de nuestro tiempo, muerto al explotar un mortero mientras conducía su vehículo oficial por las calles de Kigali. Del blog Every Little Action.
En esa temporada aciaga murieron asesinados infinidad de hombres, mujeres, ancianos y niños en sus casas, calles, escuelas, iglesias y las barricadas que colocaban en puntos estratégicos los integrantes del Interahamwe. Estaciones de radio como Radio Television Libre Mille Collines (RTLM) o publicaciones impresas como Kangura exhortaban a la población hutu a cumplir con su obligación patriótica, liquidando sin misericordia a una inerme población tutsi, nadificada a la condición de ‘cucaracha’ (inyenzi, en idioma kinyarwanda).
La diplomacia norteamericana buscó por todos los medios ignorar la tragedia. Tampoco las cancillerías de otros países que pudieron haber hecho algo actuaron, a pesar de evidencias concretas de que en Ruanda se desarrollaba un inmenso crimen contra la humanidad. Ni Bill Clinton, el secretario de Estado Warren Christopher o la representante ante la ONU Madeleine Albright hicieron el menor esfuerzo por prevenir la tragedia. Las discusiones en el Consejo de Seguridad –que incluía a un representante de Ruanda- se limitaron a reducir el tamaño y atribuciones del contingente militar que se encontraba allá en esos momentos. Nadie se atrevió a declarar que se cometía un genocidio, algo que hubiese obligado a Naciones Unidas a involucrar tropas directamente. Estrategas de su partido aconsejaron al presidente demócrata a no involucrarse pues a finales de ese año habría elecciones federales, y el desastre de los soldados muertos en Somalia era demasiado reciente como para que la veleidosa opinión pública aceptara que el ejército intentara detener la hecatombe. El presidente francés Mitterrand defendió hasta el último día de su gestión el apoyo proporcionado al gobierno, y en las fases finales del genocidio incluso facilitó el escape de varios implicados. Para él era más importante consolidar los ‘avances’ de su política francófona en oposición a la creciente influencia que percibía en África de la cultura anglosajona. Que se sepa, nunca se arrepintió de su fatídica elección nacida del real politik pésimamente entendido, y del apuntalamiento del régimen ruandés con armas, conocimientos técnicos y asesores en puestos clave a lo largo del proceso.
Aquí una semblanza de Mark Doyle, corresponsal de la BBC en Ruanda hace 20 años, a quien Mbaye Diagne salvó de una turba enardecida que pudo haberlo ejecutado. Como también lo hizo casi 20 años antes, en 1975, el traductor camboyano Dith Pran, que acompañó al periodista Sydney Schanberg del New York Times durante su periplo de horror en el sudeste asiático.
El general tutsi Paul Kagame se alzó con la victoria contra los genocidaires; en la actualidad, es presidente vitalicio de Ruanda. Enfrentado a problemas estructurales y humanos gravísimos, el sobresaturado sistema de impartición de justicia recurre a mecanismos alternos de resolución de conflictos. Este crimen descomunal -con sus secuelas- arroja una larga sombra y perfila el futuro de la Tierra de las Mil Colinas.
No es seguro que tenga sentido el lema Nunca Más cuando se hable de nuevas variantes del Genocidio Armenio de 1915, o la Shoah durante la Segunda Guerra Mundial; o los crímenes de los Jemeres Rojos en Camboya. Como lo demuestran las masacres en Darfur en Sudán del Sur a manos de los Janjaweed, el sello del fanatismo y la intolerancia sigue vivo entre nosotros. Educación ciudadana; Memoria y Justicia, son las únicas alternativas posibles para prevenir la recurrencia de esta enfermedad aniquiladora y suicida. También, biografías como la del heroico capitán Mbaye Diagne.
Fantasmas de Ruanda. Documental en inglés, producido por la cadena norteamericana de televisión pública PBS
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