Hacia fines del siglo XII, en la España musulmana de jazmines y molinos de agua, de acequias y prensas de olivas, de almuédanos, rabíes y monjes que se mezclaban y separaban como gotas de mercurio, que reñían, se reconciliaban, se envidiaban y admiraban a la vez, el médico y poeta Yehuda Halevi viajó en un latido al sol del Creador y volvió en sí para contarlo a su amigo, el aguatero musulmán Farid ibn Arbás.
-Me desperté en el silencio de la noche-dijo el poeta de El Kusarí-, cuando la arena del reloj había escurrido más de la mitad de sus horas, gran parte de su dorado chorro de cristales. Era el principio de la primavera. Un ruiseñor cortaba la noche en dos mitades iguales, una para sí y la otra para su amada. La luna de Nisán tenía el color del hueso de los ciervos, su misma y perfecta porosidad. Afuera, diez o doce manzanos de floración tardía dejaban caer sus pétalos como un leve regalo a la tierra. Pude oír, o imaginé que oía, el goteo de su caída, pero al llevarme la mano al pecho para repetir el pasaje del Levítico 6:5: “Y amarás a tu Creador de todo corazón”, comprendí que se trataba de mis propios latidos.
El aguatero, que había venido temprano a la casa del médico pues era viernes y debía prepararle el baño ritual, se sentó respetuosamente al lado del poeta y comentó:
-Nuestro corazón, qalb, tiene el mismo número que el nombre de Mahoma, nuestro profeta. Tal vez él haya oído lo que oíste tú. Dicen que el número de latidos del corazón de un ser humano se corresponde con el número de estrellas que cabe en la fracción de cielo que abarcan sus ojos.
Yehuda Halevi sabía que el aguatero escrutaba su ajado Corán como él veneraba la Torá, pero no pudo evitar el asombro, el alegre asombro que le provocaba el constatar cuan unánime, qué universal y sublime había sido su viaje. Prosiguió:
-Subí al latido como un pétalo que hubiese vuelto de la tierra a la flor que lo sostenía en el manzano, y ascendí, en un instante que se dilató como resina por mis venas ascendí en su sonido hasta la medianoche, y llegado allí bajé en la delicia de un vértigo sin nombre hasta el nadir, cayendo luego en una claridad sin límites. El corazón es el órgano más sano y más enfermo de nuestro cuerpo, Farid, el dador y el recogedor, el dispensador y el limpiador. Estaba aún inmerso en la claridad cuando una lágrima me inundó el párpado inferior del ojo derecho y al volver a mirar el cielo tuve la impresión de que las estrellas-que tú acabas de relacionar con los latidos-dibujaban el brillo de la sonrisa del Creador. Ah, qué gozo hubo en esa hora sublime, amigo mío. Sin haber partido sentí que había llegado. Volví a apoyar la mano en mi pecho y en seguida oí allí al ruiseñor entrando con toda la fuerza de su canto para posarse en el manzano de mis pulmones. Cientos de pétalos cayeron gorjeando a la red de ríos de mis arterias y comprendí por fin que al amar al Creador su Creación ama, en nosotros, la belleza de sus propias imágenes.
Farid ibn Arbás, el aguatero, sonrió. Por pudor desvió su rostro hacia la tinaja de agua, pues los ojos encendidos del poeta abrasaban su propio corazón, y quién era él para viajar en un latido cuando ni siquiera conocía las casas del pueblo más cercano.
Como todos los grandes viajeros -dijo Essper- he visto más cosas de las que recuerdo, y recuerdo más cosas de las que he visto