En este segundo largometraje del guionista Pablo Solarz como director, el protagonista, anciano judío que ha escapado de su inminente ingreso en un geriátrico, es despertado por la propietaria del hotel madrileño en que se aloja, tras haberse quedado dormido y perder el tren que debía llevarle a Polonia. Ella es una estupenda Ángela Molina en la piel de una mujer descreída en lo afectivo, pero enérgica en la gestión de su vida cotidiana. Él es Miguel Ángel Solá, un sesentón dando vida a un octogenario que, por fortuna, no encaja en el común arquetipo ternurista del abuelo a la fuga tan querido por el cine de melaza y golpe bajo. El modo en que el personaje se despierta en esa secuencia, pasando de la confusión a la lucidez, recuperando trabajosamente el control tanto de su cabeza como de las articulaciones de su cuerpo, da la medida del minucioso trabajo del actor a la hora de dar vida a este Abraham Bursztein que recorrerá medio mundo –y atravesará el espacio de un trauma- para cumplir una vieja promesa.
Con la concreción de un viejo cuento judío, El último traje narra el desarrollo de un viaje de redención personal cuando todo toca a retirada. Los actores, con Solá y Molina a la cabeza, son la gran fortaleza de una película que no esquiva todo tópico, ni parece ambicionar mucho más que una parca corrección, pero logra trazos de originalidad en su descripción de la comunidad judía argentina como subterráneo universo paralelo.
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