Luis Mateo Díez, el Zahorí de Villablino, varón de buenos augurios, soñó que ya había conocido casi toda la Tierra, y no habiendo encontrado en sitio alguno la Fuente de la Vida, la buscó en Sanabria, la de los mil lagos. Le dijeron que se hallaba donde el Sol esconde sus cárdenos dedos al atardecer, e inició la peregrinación, caballero sobre corcel fogoso. Llegado que hubo a las Médulas, fueron conducidos él y los suyos a la entrada de una gruta. Luis Mateo y los suyos emprendieron la exploración de sus entrañas provistos de antorchas. Pronto se sintieron los amigos de este cabal caballero atraídos por el fulgor que desprendían las paredes de la gruta y, al darse cuenta de que eran piedras preciosas, se detuvieron a llenar con ellas sus talegas. Fue así como se perdieron, ya que su única salvación era seguir la luz que provenía del exterior, por lo que retrocedieron, y al salir comprobaron que no habían encontrado la Fuente.
No así Luis Mateo Díez, despreciador de los valores terrenales, que, valeroso, siguió adelante solo hasta el final del laberinto. Al salir se halló en una verde pradera cuyo centro ocupaba una fuente que vertía sus aguas de maravillosa transparencia en una alberca: y dicen las viejas crónicas que era el rumor del agua como el recitado de los salmos, y que así saludaban al Zahorí de Villablino, conocedor de los acuosos misterios. Junto a la fuente, ofrecía su boca sombreada un cántaro de barro invitando a beber. Luis Mateo Déz lo llenó hasta sus bordes y cuando iba a llevárselo a los labios un anciano detuvo su brazo diciéndole:
-¡No bebas!
-¿Por qué; acaso no es ésta el agua de nunca morir? No quiero perecer para siempre como otros zahoríes que me precedieron, ni verme arrebatado por las Parcas como a otros sucedió antaño. ¿No es esta, acaso, la fuente de la vida?
-Sí, ella tiene la virtud de volverte inmortal, pero no debes beberla.
-Dime por qué.
-Yo la bebí hace siglos, noble caballero, y no he muerto todavía.
-Entonces es verdad que quien la bebiere hallará vida eterna.
-Es cierto, pero yo bien querría no haberla bebido.
-¿Por qué, pues?
-Porque he visto morir a tantos; a todos los que iba queriendo y me querían, sabio señor. Padres, hermanos, mujeres, hijos y amigos pesan sobre mi ánimo. ¿Para qué quiero la eternidad si nadie me conoce? La eternidad sólo pertenece al Solitario del Sinaí, sea bendito Su nombre. Todo lo demás es espejismo de pequeños dioses creados por la angustia de hombres necesitados de consuelo.
Comprendió Luis Mateo Díez la tristeza del anciano y la imperiosa necesidad de la muerte, y tras reemprender viaje camino de Sanabria, la de los dorados reflejos sobre el lago enigmático, refugio y amparo de todos los enigmas, arrojó el cántaro, y allí donde el agua formó pequeño charco brotó un cedro del Líbano que permanece en pie y cobija bajo su copa a los nietos de los nietos del misterioso anciano, que siguen escuchando de sus labios esta historia incomprensible de un don que resultó ser engaño.
Muy buen artículo.
Es un texto de un intenso lirismo y con un profundo mensaje esperanzador .