Viaje por el judeoespañol, una lengua olvidada, Segunda y última parte

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Hablando desde el destierro

Para una mejor comprensión de la historia del judeoespañol es preciso saber que los judíos expulsados de los dominios de los Reyes Católicos hablaban predominantemente castellano, pero muchos se expresaban en otras lenguas de la península ibérica, como catalán, gallego, aragonés o portugués. Y otros judíos hablaban italiano o provenzal, porque residían en posesiones extraterritoriales de la Corona Española.

Así, en las primeras comunidades de desterrados no era raro oír hablar en todos esos idiomas. Sin embargo, los judíos de Castilla y Andalucía, mucho más numerosos, impusieron la hegemonía del castellano y el declive de las demás lenguas, que, sin embargo, dejaron su huella arcaica en el judeo-español. Por ejemplo, ningu (ninguno, en catalán), ayinda (todavía, en gallego), luvya (lluvia, en aragonés) o lavoro (trabajo, en italiano).


El árabe también se filtró en el judeo-español -maraman, servilleta; kebab, carne asada-, no sólo porque ese idioma ya estaba presente en la península como consecuencia de siete siglos de dominación musulmana, sino porque los sefardíes lo volverían a encontrar en el destierro, en algunas regiones del imperio otomano. Y, por supuesto, los judíos incluían en su lenguaje cotidiano numerosos hebraísmos. Utilizaban palabras originales, como séjel (inteligencia) o brajá (bendición). También, palabras inventadas a partir del hebreo, como malsín (mentiroso), procedente de lashón (lengua). Incluso adaptaron términos españoles a la gramática hebrea: ladronim (ladrones) o haraganut (condición del haragán).

En los Balcanes se asentaron las comunidades más numerosas de exiliados. En la ciudad de Salónica, la congregación sefardí llegó a representar el 65 por ciento de la población total. Su presencia era tan avasalladora que el judeo-español se adoptó como lengua franca en el comercio y en las relaciones entre judíos, cristianos y musulmanes.

El español de los sefardíes se conocía en el Imperio Otomano con el nombre de yahudice (judío, en turco). Se cuenta que un diplomático otomano que visitó España en el siglo XVII envió una carta a su emperador, en la que le comunicaba con evidente sorpresa: ‘Curiosamente, en España han adoptado la lengua de los judíos de nuestro imperio’. El arraigo en los Balcanes incorporó con el tiempo nuevos términos al judeo-español, esta vez del turco (boyadear, pintar) y el griego (papu, abuelo).

En siglo XIX se produce un cambio radical en el destino del judeo-español. El movimiento emancipador de la Revolución Francesa dio derecho a los judíos de participar en la vida pública. El mundo sefardí se secularizó, se intensificaron las migraciones, y la vieja lengua quedó progresivamente relegada al ámbito familiar. Algunos sefardíes cultos, propensos de la occidentalización, afrancesaron el idioma judeoespañol y dejaron de lado la herencia turca. Ingresaron así palabras como çesmis (camisas), trezor (tesoro) o capeo (sombrero).

Entre 1880 y los años 30 del siglo XX, el auge de los nacionalismos ejerció fortísimas presiones sobre los sefardíes para que abandonasen su arcaico idioma en favor de la lengua de sus Estados de residencia. Curiosamente, esos años coinciden con el mayor ímpetu de las comunidades sefardíes, debido en parte a su desarrollo demográfico, y se produce una especie de primavera del judeoespañol, con publicaciones de novelas, traducciones de obras europeas, representaciones teatrales, etc. Las corrientes migratorias de los sefardíes generaron numerosas variantes dialectales del judeoespañol. Sin embargo, siempre se conservaron los principales rasgos fonéticos del castellano del siglo XV.

El declive de la lengua

Dos acontecimientos marcaron el declive del judeoespañol en el siglo XX. El primero de ellos fue el holocausto nazi, que exterminó comunidades enteras de judíos, entre ellas la otrora esplendorosa congregación de Salónica. El otro fue la creación del Estado de Israel, donde se forjó una nueva identidad judía que encontró en el renacido hebreo su idioma común.

En apenas un puñado de años, la hermosa lengua sefardí perdió cerca del 90 por ciento de sus hablantes. En la actualidad, unas 150.000 personas aún saben expresarse en judeoespañol. La mayoría reside en Israel, donde la Autoridad Nasional del Ladino publica la revista Aki Yershushalayim (www.akiyerushalayim.co.il <http://www.akiyerushalayim.co.il/>) y emite un programa en Kol Israel.

A su vez, Radio Exterior de España transmite desde hace más de 20 años el espacio ‘Bozes de Sefarad’. En Turquía quedan unos 15.000 hablantes de judeoespañol.

Los sefardíes solían escribir el judeoespañol en ‘caracteres Rashi’, como se conoce un estilo peculiar del alfabeto hebreo desarrollado por el sabio francés rabí Shlomo Itzjaki del siglo XI, más conocido por su acrónimo Rashi. Algo parecido sucede con el idish: se escribe con caracteres hebreos, pero el núcleo del idioma es alemán.

Con el paso del tiempo, y como resultado de migraciones a otros países europeos, los sefardíes empezaron a adoptar los caracteres latinos para escribir el judeoespañol, según explica en un estudio la profesora estadounidense Rifka Cook. Hacia 1929, la revolución laica en Turquía prohibió la publicación de libros o periódicos en caracteres distintos al latino, lo que asestó la estocada de muerte a la escritura Rashi.

En 1971, cuando llegué a vivir a Israel, el judeoespañol gozaba aún de buena salud, aunque ya se advertía que su lucha por la supervivencia iba a resultar muy dura. En el internado donde culminé el bachillerato, el Mosad Mosinzon, había una supervisora de origen turco, gruñona y a la vez cariñosa, que cada mañana nos levantaba al grito de ‘¡Fazer la esponya!’. La orden era clara: debíamos pasar el trapero por la habitación antes de ir a clase. Fue mi primer contacto con el judeoespañol. Ella lo denominaba ladino.

Apartir de los años 90 se está produciendo, aunque de manera muy leve, cierto renacimiento del judeoespañol. Un fenómeno similar al que está ocurriendo con el idish.

El haketía (nombre derivado del verbo árabe hask’a, que significa hablar, contar) se refiere a la lengua que hablaban los judíos de Marruecos y que, con posterioridad, se propagó por Ceuta, Melilla, Gibraltar y Casablanca, e incluso dio el salto a América. Este dialecto, de predominio castellano-andaluz, tiene una influencia muy marcada del árabe y el hebreo. Ejemplos: jarear (defecar; del árabe jara, excrecencia); estar en alef-bet (ser un principiante); jajmear (pensar; del hebreo jajam, sabio); negro mazal (mala suerte).

Pese al poco interés que suscita entre los cultores modernos del castellano, el judeoespañol constituye una fuente inigualable para indagar sobre los orígenes de nuestro idioma. Como señalaba el estudioso valenciano Rafael Lapesa (1908-2001), ‘el interés que ofrece el judeoespañol consiste en su extraordinario arcaísmo; no participa en las transformaciones que el español ha experimentado desde la época de su expulsión’. Pruebas de esos arcaísmos son aldikera, por bolsillo; agora, por ahora; o aki endelante, por de aquí en adelante.

Disfrutemos con un muestrario de refranes sefardíes para entender, y paladear, lo que puntaba el experto Lapesa:

El amigo ke no ayuda y el kuçiyo que no korta, ke se piedran poco emporta.
El rey se eço kon mi madre, ¿a kien reklamo?
Kada gargajo a su paladar es savrozo.
Lo tienes de fazer el martes, fazelo el día de antes.
El ke se eça kon gatos se alevanta areskunyado.
La ida esta en mi mano, la vinida no se kuando.
El día ke no barri, vino kien no asperi.
Gayegos semos y no mos entendemos.
Amigos i hermanos semos, a la bolsa no tokemos.

© Revista ‘Salomón’

Marco Schwartz (Madrid, 1956), autor de “El salmo de Kaplan”, posee la doble nacionalidad española y colombiana. Sus cuatro abuelos eran judíos polacos que llegaron a la costa norte colombiana en los años veinte del siglo pasado. Fue reportero y corresponsal en Nueva York de “El Heraldo” y obtuvo en 1983 el premio de periodismo Simón Bolívar. Tras su llegada a España trabajó en los semanarios “Cambio 16” y “El Siglo”, y en la actualidad desempeña el cargo de corresponsal diplomático de “El Periódico de Cataluña”.

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