Victor Klemperer, el cine como salvación en la Alemania nazi

Klemperer utilizó como discreta vía de resistencia personal ante la barbarie la única arma a su alcance: la escritura Por:
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Me gusta tanto ir al cine; me hace olvidarlo todo», escribe Victor Klemperer (1881-1960) en la entrada del 20 de marzo de 1933 de su diario, un testimonio excepcional sobre la Alemania nazi. La editorial Galaxia Gutenberg publicó en 2022 una extensa selección titulada Quiero dar testimonio hasta el final. Ahora ese volumen se complementa con otro titulado Luz y sombras. Diarios sobre cine 1929-1945, que acaba de aparecer en la misma editorial. Se trata de una propuesta tan singular como seductora: una nueva selección de material inédito sobre sus escapadas al cine como vía de evasión al acoso, las humillaciones, la incertidumbre y el miedo.

La situación de Klemperer en su patria en los años del nazismo era peculiar. Noveno hijo de un rabino y primo del director de orquesta Otto Klemperer, se casó con la pianista aria Eve Schlemmer y se convirtió al protestantismo. Estos dos hechos, sumados a que había combatido como voluntario en la Primera Guerra Mundial y había sido condecorado con una medalla al valor, le permitieron esquivar el destino del campo de exterminio. Al llegar Hitler al poder, él y su esposa dudaron sobre si emigrar, como estaban haciendo muchos amigos y parientes; no tenían claro cómo sobrevivirían en el extranjero y eso les hizo demorar la decisión hasta que ya fue demasiado tarde para salir del país. Conforme las leyes contra los judíos se hacían más severas, fueron expulsados de su hogar y enviados a una «casa para judíos» en el gueto de Dresde. Allí eran sometidos a constantes y muy agresivas inspecciones de la Gestapo, él fue obligado a llevar la estrella amarilla y a trabajar en una fábrica, después de haber sido expulsado de su puesto de profesor de lenguas románicas y desposeído de sus derechos como ciudadano alemán.

Klemperer utilizó como discreta vía de resistencia personal ante la barbarie la única arma a su alcance: la escritura. Durante esos años redactó un libro crucial sobre un tema que conocía muy bien: el uso de las palabras. LTI, La lengua el Tercer Reich. Apuntes de un filólogo analiza cómo los nazis manipularon el lenguaje para imponer su ideología. También llevó un minucioso diario para dejar constancia de las penurias y humillaciones sufridas, que tuvo que esconder en casa de un amigo para preservarlo de la posible destrucción.


En esa época aciaga, el cine era un consuelo: «Hoy estuvimos todo el día en casa, como prisioneros; quizá después de cenar vayamos al cine», anota en septiembre de 1936. Pero ni siquiera allí podía olvidarse del todo de la realidad. Escribe un poco más adelante: «Hemos ido dos veces al cine. Sigue siendo un gran placer, amortiguado por los discursos y proyecciones de los noticieros» que se proyectaban con propaganda nazi delante de la película. Un par de años antes, en mayo de 1934, ya había hecho este desolador apunte: «Siempre me resulta embarazoso en grado sumo que se me salten las lágrimas en el cine, o leyendo en voz alta o en cualquier otra ocasión. Lo que, últimamente, como tengo los nervios rotos, ocurre demasiado a menudo».

Entre las películas que veía las hay europeas y americanas, y también alemanas. Por los años incluidos en esta selección del diario vive el tránsito entre el mudo y el sonoro, al que al principio le cuesta acostumbrarse. Ve cintas de compatriotas como Lubitsch y Fritz Lang, que emigrarán a Estados Unidos y Los cuatro diablos, de otro alemán, Murnau, que ya está trabajando en Hollywood. Allí se refugiaron a lo largo de los años treinta muchos judíos y disidentes políticos huyendo de los nazis, pero ya en los años veinte los americanos llamaban a cineastas alemanes como Murnau por la alta calidad técnica y artística del cine germano en los años de la República de Weimar y el expresionismo. Ya entonces, la gran productora del país era la Ufa, que después los nazis instrumentalizarán para sus fines propagandísticos.

Klemperer habla de dos grandes estrellas alemanas que trabajaron en Hollywood: Marlene Dietrich, una ferviente antinazi, y Emil Jannings, que con la llegada del sonoro tuvo que volver a Alemania por su acento y tras la guerra fue purgado porque ocupó cargos con el régimen de Hitler. Ambos actores coincidieron en 1930 en El ángel azul del austriaco Josef von Sternberg, de la que dice: «Está claro que el contenido es una cursilería melodramática. Pero tiene efecto, y la interpretación es un gran arte. La de todos (…) De los protagonistas, ella, Marlene Dietrich, casi aún mejor que Jannings. Esa matización natural, no perversa, ni mala, ni sentimental…, inconscientemente humana y depravada». Y añade, de forma inquietante, premonitoria: «Estremecedora como Marlene D., más estremecedora aún, una escena del noticiero semanal. La conmemoración de la batalla de Skagerrak (…) Rugidos de Heil, brazos y manos fascistas extendidos». 

A partir de El ángel azul, en la que Sternberg la descubrió y la lanzó al estrellato, Marlene se convirtió en la musa del director y el autor también comenta otra de sus colaboraciones, El expreso de Shanghái: «La más pueril trama americana, a base de sensación y emoción (…) Pero ¡qué bien se baña la cursilería en el colorido local, qué bien interpretada!». El autor ve mucho cine americano: cortos de Mickey Mouse, La locura del dólar de Capra, San Francisco de Van Dyke con Clark Gable, Gran Hotel con Greta Garbo –«La Garbo, en el papel de bailarina rusa, al mismo tiempo histérica y humana»- y el musical Melodías de Broadway: «Una película americana de los pies a la cabeza, claqué y música negroide, sin excepción, encantadora (…), mucha comicidad, prensa sensacionalista, peleas, y baile, baile, baile, canto, canto, claqué y música negra, el hombre que ronca de mil maneras distintas, el reportero disfrazado de mujer…». El cine le permite soñar con otros mundos lejos de su miseria diaria.

Sin embargo, la cruda realidad también llega hasta la pantalla. Klemperer menciona dos de las películas más abyectas del nazismo, creadas con la finalidad de fomentar entre la población el antisemitismo. El judío Suss, un drama histórico de impecable factura, inspirado de forma muy libre en una historia real ocurrida en el siglo XVII en el Ducado de Wurtemberg, y El judío eterno, un pseudodocumental dedicado a reforzar estereotipos negativos. Por cierto, al acabar la guerra, los aliados las incluyeron en una lista negra y durante décadas solo se podían visionar en filmotecas, con un permiso especial y una introducción previa a cargo de un especialista.

En 1935, en el Congreso del Partido Nacionalsocialista, se promulgaron las llamadas Leyes de Núremberg y la ideología antisemita obtuvo fundamento jurídico. Klemperer fue despojado de su trabajo y las salas de cine y las bibliotecas se convirtieron en un refugio. Pero en 1938 se sucedieron los pogromos y a finales de ese año se dictó la prohibición para todos los judíos de ir al cine o acceder a las bibliotecas públicas, de modo que también perdió el último «trocito de libertad y de vida» que le quedaba. No era la única prohibición; en una entrada del diario lista hasta treinta y una, todas con la finalidad de desposeer a los judíos de la mínima dignidad humana. Algunos ejemplos: prohibición de tener radio o teléfono; prohibición de ir al teatro, al cine, a los conciertos o a los museos; prohibición de abonarse a revistas o comprarlas; prohibición de conducir o tomar taxis; prohibición de comprar puros o cualquier otro material para fumar; prohibición de comprar flores; prohibición de ir al barbero; entrega obligatoria de las máquinas de escribir; prohibición de pasar por los jardines municipales; prohibición de tener provisiones de alimentos en casa… Tal como anota el autor: «La abstinencia vuelve sucio. Ya se refiera al azúcar o al cine, al tabaco o las mujeres, al pan o al coche. La privación siempre lo pone a uno en un estado de codicia cada vez más sucio».

En la parte final del libro aparecen dos episodios que dan pie a entradas muy extensas y detalladas: la ocasión en que fue condenado a ocho días de calabozo por no haber cegado correctamente una ventana y las dos noches consecutivas de bombardeos que arrasaron Dresde, donde vivía con su esposa. En medio de la desolación, cayó en la cuenta de que los archivos habían sido destruidos y no quedaba rastro documental de él, de modo que se atrevió a arrancarse la estrella amarilla y la pareja se marchó hacia el sur. Klemperer recuperó entonces algo de su humanidad y pudo volver a entrar en un cine. Con la liberación terminó la pesadilla y pudieron recuperar su casa. Él tenía entonces sesenta y cuatro años y anota: «Estoy tan rebosante de planes y ganas de vivir (…) Lo que por supuesto se equilibra con esas ganas de un vulgarcísimo hedonismo. Volver a comer bien, a beber bien, a conducir bien el coche, a estar bien junto al mar, a sentarse bien en el cine… Ningún veinteañero podría estar ni la mitad de sediento de vivir».

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