Mucho se ha dicho acerca del crecimiento alarmante de la violencia de género durante la pandemia en México. Habiendo sido de por sí un comportamiento por desgracia muy común, el confinamiento, el aumento del desempleo, el cierre de las escuelas, la precariedad en el servicio de guarderías infantiles debida a las políticas del actual gobierno, y, en general, al trasfondo de cultura patriarcal autoritaria que predomina, dieron como resultado una marcada elevación de las cifras registradas en ese tema. Todo ello agravado por la naturaleza de nuestras autoridades judiciales no precisamente aptas ni dispuestas a responder a la altura del desafío.
Además, en diversas regiones de nuestro país, zonas de Oaxaca y Chiapas, por ejemplo, el concepto de “usos y costumbres” se reveló con toda su crudeza. El matrimonio forzado de mujeres y niñas, fenómeno en el cual la violencia forma parte obligada del cuadro, ha representado uno de los más crueles ejemplos de hasta dónde las leyes que nos rigen constitucionalmente son infringidas con facilidad, a menudo con la justificación de que ir en contra de tales usos y costumbres constituye un atentado contra la cultura originaria de las poblaciones en cuestión, una imposición que pasa por encima de la libre decisión de cada quien, en cuanto a su derecho a decidir en asuntos privados que conciernen a su vida familiar.
Muy lejos de nosotros ocurren también cosas similares. Tomo en esta ocasión el caso de Egipto, cuyo territorio es la mitad del de México y su población de 100 millones de habitantes. Ahí se ha registrado una muy larga lucha de diversos segmentos de la sociedad con el fin de eliminar esos flagelos sociales que van desde la brutal práctica de la mutilación del clítoris, que ha costado mucho trabajo disminuir mediante legislación que la penaliza, hasta las golpizas que con naturalidad dan los hombres a sus esposas bajo la convicción de que poseen el derecho legítimo de hacerlo.
Los machos egipcios cuentan a su favor con una cultura tradicional que lo avala, pero no sólo con eso. Existen aún altas autoridades religiosas que, en diversas ocasiones, han manifestado su convicción de que es permitido y hasta legítimo tundir a las mujeres, ya que existen párrafos del Corán que lo aconsejan, en aras de la preservación de la familia. Uno de esos versos coránicos, cuya escritura data de hace cerca de mil 400 años, de nombre Surat al Nissa, dice: “Pero las esposas de las que temes arrogancia, primero adviérteles; si persisten, repúdialas en tu lecho. Y finalmente, golpéalas; pero si luego te obedecen, no les causes ningún mal”. La aceptación de esa conseja ha sido de lo más funcional para preservar los comportamientos violentos masculinos, haciendo caso omiso de otros párrafos coránicos que matizan e incluso contradicen lo expuesto acerca de la permisibilidad de ejercer violencia.
Así, ha ocurrido que en el seno de la institución Al-Azhar, la más alta plataforma desde donde se emiten los dictámenes religiosos islámicos, han salido al respecto opiniones divergentes de sus eminentes eruditos. Hay quienes condenan abiertamente la violencia, mientras otros la toleran y aún la justifican, tomando selectivamente del texto sagrado aquello que les permite desafiar las leyes civiles destinadas a sancionar a los violentos.
De acuerdo con el Ministerio de Solidaridad Social de Egipto, cerca de 80% de las mujeres de todas las edades sufre alguna forma de violencia, con un agravamiento notable del fenómeno en los dos años de pandemia. Igual que en México, la magnitud del problema real no se conoce con precisión, ya que son muchas las mujeres que guardan silencio y no denuncian, ya sea por temor a sus parejas o por el cálculo de la probable inacción de la policía en caso de denunciar. Por fortuna, en días recientes, la parlamentaria Amal Salama ha logrado conseguir el apoyo de otros 60 congresistas, la mayoría de ellos hombres, para presentar una propuesta de enmienda legislativa a fin de endurecer las penas contra quienes ejercen violencia doméstica.
Diversas voces militantes del feminismo en Egipto reconocen en el aumento de las penas un paso positivo y necesario, pero enfatizan que con eso no basta, que hay que ir más allá, trabajar en las áreas de la educación y la cultura nacional, las cuales requieren de profundas modificaciones en el tema de la igualdad de género. Asimismo, saben que enfrentan un establishment religioso poderoso que, a pesar de sus discrepancias internas, posee segmentos aún empeñados en mantener vigentes las viejas prácticas de dominio masculino irrestricto. Igual como en México, donde sigue habiendo quienes con el disfraz de respeto a las culturas originarias y a los usos y costumbres, cierran los ojos y promueven la continuación de los tratos brutales a niñas y mujeres.
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